- Por el Hno. Mariosvaldo Florentino
- Capuchino.
Llegamos al Domingo de Ramos, o también llamado Domingo de la Pasión del Señor. De hecho, esta es la única vez que se proclama el evangelio de Pasión de Jesús en día de domingo durante todo el año litúrgico. Sin embargo, en los primeros siglos de la Iglesia, a cada domingo en la misa siempre se proclamaba toda la pasión y también la resurrección, y por eso prácticamente los cristianos todos sabían de memoria todos estos relatos.
Es difícil hacer una reflexión, o una homilía, sobre un texto tan largo (este año son los capítulos 14 y 15 completos de Marcos). Son muchos los detalles que merecen nuestra detenida meditación y que nos ayudarían a crecer en la fe. Esta vez me gustaría poner a la luz el contraste entre la fidelidad de Jesús, revelación suprema del amor de Dios, y nuestra infidelidad.
Jesús en toda la pasión se mantuvo fiel en hacer la voluntad del Padre, fue preso, torturado, burlado, abrazó la cruz, fue crucificado, despreciado e insultado, y al final murió como testigo del amor hasta el extremo.
Los hombres, sin embargo, movidos por la envidia, lo entregaron a la muerte (“los jefes de los sacerdotes habían entregado a Jesús por envidia” Mc 15, 10); movidos por la codicia, lo vendieron (“Judas Iscariote, uno de los doce, fue hasta los jefes de los sacerdotes para entregarles a Jesús. Ellos, al oírlo, se alegraron y prometieron darle dinero” Mc 14, 10-11); movidos por la hipocresía, lo traicionaron con un beso (“Judas se acercó a Jesús llamándolo: ‘¡Maestro, Maestro!’, y lo besó” Mc 14, 45); movidos por el miedo, huyeron y lo abandonaron (“Y todos los que estaban con Jesús huyeron y lo abandonaron” Mc 14, 50); movidos por la cobardía, lo negaron (“‘Tú también andabas con Jesús de Nazaret’. Y Pedro lo negó: ‘No lo conozco ni sé de qué hablas’” Mc 14, 68); movidos por la prepotencia, le pegaron y le escupieron (“Después, algunos se pusieron a escupirlo. Le cubrieron la cara para pegarle, mientras decían: ‘Adivina quién fue’” Mc 14, 65); movidos por la ingratitud, eligieron a un asesino, prefiriendo dar libertad a un malhechor (“El pueblo pidió la libertad de Barrabás” Mc 15, 11); motivados por la maldad, lo torturaron y se burlaron de él (“Lo vistieron con una capa roja y colocaron sobre su cabeza una corona trenzada con espinas. Después se pusieron a saludarlo: ‘¡Viva el rey de los judíos!’. Y le golpeaban la cabeza con una caña, lo escupían y luego, arrodillándose, le hacían reverencias” Mc 15, 17-19); motivados por el despecho, lo insultaban sin ningún motivo (“Y también lo insultaban los que estaban crucificados con él” Mc 15, 32).
Llama la atención que algunos de estos estaban obstinados en sus acciones desde un principio, como los jefes de los sacerdotes, o los guardias que hicieron con Jesús lo que hacían con todos los que caían en sus manos, más otros fueron llevados por el momento, pues antes hasta tenían buenas intenciones (como Pedro que algunos momentos antes había dicho: “Aunque tenga que morir contigo, no te negaré” Mc 14, 31), pero en el justo momento acabaron actuando de otro modo.
En verdad, la pasión de Cristo nos revela que somos capaces, aunque tengamos buenas intenciones. Creo que todos nosotros, mirando atentamente nuestra historia personal, podemos descubrir que muchas veces ya actuamos motivados por envidia, por hipocresía, por cobardía, por miedo, por prepotencia, con ingratitud, por maldad, o por despecho... exactamente como aquellos del Evangelio. No nos debe escandalizar lo que hicieron estos hombres 2000 años atrás, pues en alguna medida, también nosotros lo repetimos en nuestro cotidiano. Nosotros prolongamos cada día la pasión de Cristo. El Jesús sufriente de nuestros días nos denuncia en nuestro mal comportamiento. Cuando lo traicionamos, lo comerciamos, lo abandonamos, lo torturamos, lo insultamos, o nos burlamos de Él, Él solamente nos mira, como miró hacia Pedro, en la esperanza que también nosotros nos demos cuenta del mal que estamos haciendo, y nos arrepintamos de nuestro pecado (“Y Pedro se puso a llorar” Mc 14, 72).
Nos consuela que Jesús nos amó, y lo hizo hasta el extremo. Ni mismo cuando fue torturado y muerto fue capaz de dejar de amarnos. De hecho, en la cruz él aun rezó: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Y sabemos que el Padre siempre ha escuchado la oración de Jesús.
En esta Semana Santa pidamos a Jesús ante todo la gracia de reconocer las situaciones en que concretamente también nosotros hoy continuamos crucificándolo, y que su mirada nos ayude a sinceramente llorar nuestros pecados.
El Señor te bendiga y te guarde,
el Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.