Estamos en el IV domingo de la cuaresma y hoy la liturgia nos quiere hablar del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús. En verdad, no solo saber que Dios nos ama es fundamental en nuestra vida cristiana, pero mucho más que esto, es sentir su amor, experimentarlo y estar seguro de que todo lo que Dios nos puede hacer, lleva la marca de su amor. Seguramente esta es la verdad más sencilla, y a veces hasta nos parece muy trivial, pero que aun así solo pocos cristianos la conocen de hecho.
Dios es amor, y todas las formas de amor que podemos conocer en nuestra vida humana (amor de padres y madres, amor conyugal, amor de amigos...) son en cualquier modo derivación del amor de Dios.
De hecho, la Biblia nos dice que Dios nos ama como un padre a su hijo, preocupándose con nuestro bien estar, proveyendo lo que necesitamos, corrigiéndonos en nuestros errores...
Dios nos ama como una madre, abrazándonos con su ternura, alimentándonos de sí mismo, defendiéndonos con pasión, dispuesto a todo por nosotros...
Dios nos ama como un esposo apasionado, capaz de hacer cosas increíbles para demostrar su amor, buscando de todos los modos estar siempre en mayor intimidad con nosotros, celoso de nuestros pasos y de nuestros “otros” intereses...
Dios nos ama como un amigo fiel, que quiere estar siempre presente, que es capaz de sacrificarse para darnos nuevas oportunidades, que siente una grande empatía y nos conoce profundamente...
En fin, todas estas formas de amor aun son poco para conseguir describir el amor de Dios. Su amor es mucho más perfecto de todos estos y supera toda posibilidad de demostración humana.
El problema es que, a causa de la tentación y del pecado, nosotros empezamos a desconfiar del amor de Dios. El tentador sabe que una persona plenamente amada encuentra la plenitud de su ser. Por eso, él intenta de todos los modos descomponer todas las relaciones de amor auténtico que podamos tener (en primer lugar, nuestra relación con Dios, pero también todas las otras: con los hijos y de los hijos con los padres, entre los esposos, entre los amigos y hermanos, llenando nuestros corazones de desconfianza, de egoísmo, de lujuria, de celos, de envidia…).
Nos hace desconfiar del amor de Dios, como si Él no nos amara incondicionalmente, como si Él fuera un peso en nuestras vidas, con muchas exigencias (¡algunas hasta deshumanas!) y queriéndonos controlar en todo...
Nos hace pensar que el amor de Dios es opresivo e invasivo y que por eso suprime nuestra libertad, cuando en la verdad es solamente en Su amor que podemos ser realmente libres...
Hechizados por el maligno, muchos no quieren sentir el amor de Dios, se encierran en sí mismos, se rehúsan en dejarse amar por Él. Y así, insatisfechos por el gran vacío existencial que se crea, se inventan ídolos y se entregan al mundo.
De hecho, el primer mandamiento es “Amar a Dios sobre todas las cosas…”. Pero si nuestro amor a Dios es siempre una respuesta, porque Él nos ama primero, entonces la base de este primer mandamiento es el dejarse amar por Dios sin colocarle ninguna barrera. Es su amor que enciende el nuestro. Nadie puede amar a Dios si no experimenta primero su profundo amor en su vida. Y para sentirlo necesitamos estar desarmados. Es necesario vencer esta desconfianza, este miedo de dejarse amar por Él. Es necesario luchar contra el pecado, que nos hace ciegos...
Cuántas veces encontramos personas que son incapaces de amar gratuitamente al prójimo. Estoy seguro de que el problema de estas personas, encerradas en sus miedos y desconfianzas, se crea protecciones que les impide experimentar el amor de Dios. Se rehúsan a aceptar su amor, su abrazo, su perdón. Y porque no lo sienten, no son capaces de corresponderlo.
Jesucristo, su encarnación, su vida y principalmente su muerte es la señal más evidente del inmenso amor de Dios. “Tanto amó Dios al mundo que entregó su Hijo Único…”.
La cuaresma es un tiempo, sobre todo, para mirar hacia Cristo, amor hecho carne, y dejarse amar por Él. La auténtica conversión empieza con el permitir que Dios manifieste todo su amor por nosotros. Acoger este magnífico don es abrirse a la salvación. Nuestro amor a Dios y a los hermanos será una respuesta. El cristianismo no son verdades para ser entendidas y memorizadas. El cristiano es relación de amor entre el creador y sus criaturas. Una relación descompuesta por el pecado, que nos hace desconfiar de Dios, pero que en Jesucristo crucificado, muestra la prueba suprema de la total gratuidad de Dios, invitándonos a reempezar el único modo que puede hacernos realmente felices.
Por eso el grito que sale de la Biblia es más que todo: Déjate amar por Dios.
El Señor te bendiga y te guarde.
El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
El Señor vuelva su mirada cariñosa y te de la paz.