La imagen golpea. En la foto se ve la figura de un niño de 5 años en pijama. Se encuentra parado, de espaldas, mirando por la ventana. Su mentón apenas llega al marco, por eso con sus manos se aferra al frío metal para no caer.

Mira a lo lejos, que es un decir, puesto que solo puede apreciar la estructura de un edificio del lado izquierdo y en el centro, a unos 20 metros, una especie de casita con techo de tejas sucias. En medio de ambos se esconde más atrás –como un travieso compañero de juegos– un automóvil que mira de reojo hacia el niño con uno de sus faros traseros.

Unos tubitos de plástico como finas serpientes se cuelan de entre la ropa y desaparecen en una máquina a un metro de él. Esos tubitos callan, no dicen nada, prometieron mantenerse en silencio, pero basta descubrirlos semiescondidos para saber que hablan de un gran dolor. Ese es el mundo del niño, de la cama a la ventana.

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Aunque cómoda, estar acostado mucho tiempo le cansa, entonces busca la libertad en esa abertura que le muestra algún pajarito revoloteando y el pequeño se pregunta qué se sentirá volar. Entonces su rostro deja de sonreír cuando recuerda que le contaron que los ángeles cuando se van al cielo también vuelan y él todavía no quiere ser un ángel. Antes, prefiere correr, jugar, chutar una pelota como lo deben estar haciendo sus compañeritos.

Las lágrimas se han secado, pero han regresado como lluvia de enero y se han vuelto a secar, así como la promesa de la primavera que trae sus flores y aromas. Pero allí, quieto, esperando el milagro está Milan, atado al Berlín Heart, el corazón mecánico que hoy hace 135 días le regala vida.

La tristeza lo abraza con su frío aliento. Ellos tres, la tristeza a la izquierda, la esperanza a la derecha y el niño en el centro como un Jesucristo crucificado al corazón artificial esperan la señal, el milagro del donante que pueda devolverle todo lo que perdió con esta enfermedad.

Milan no entiende, pero por momentos los médicos entran corriendo, presurosos, dicen que se descompensó y la enfermera entra con la aguja. Antes temblaba al ver la jeringa, ahora aprendió a mirar hacia otro lado, así duele menos cuando el metal se hunde en su carne tierna. Y su madre trata de que Milan no se dé cuenta de que está llorando. Pero él siente y esa mirada le da fuerzas para seguir. No está solo.

Milan no entiende, pero escucha los susurros. Dicen que Paraguay es uno de los países con el índice más bajo de donantes del mundo y nadie hace nada. No entiende.

En otros países se organizan campañas de concienciación, el Poder Legislativo debate leyes que promuevan la donación de órganos, pero aquí… aquí… aquí es aquí.

Milan no entiende cómo no se dan cuenta. Creen que ellos nunca van a necesitar de un donante, o sus hijos, o sus nietos. Creen que nunca les va a pasar hasta que pasa. Solo entonces quieren cambiar el destino, pero ni todo el dinero que tienen les sirve. La vida no se compra. Tan grandes y no se dan cuenta de qué es importante.

Recuerda ese cuento de la cigarra y de la hormiga, en el que la hormiga se preparó para los tiempos difíciles mientras la cigarra se la pasaba cantando y creyéndose famosa. Eso puede pasarles a ellos porque nunca movieron un dedo para prever la desgracia que representa necesitar un órgano para seguir con vida.

Milan no entiende. Le dicen que hay una ley que convierte a todos en donantes, pero los familiares niegan la oportunidad a los que la necesitan.

Y allí, parado en la ventana, oye el viento, a veces el Sol le hace cosquillas en la piel y otras, otras no puede ni pararse más y debe volver a la cama. Cada vez siente más cansancio y quiere dormir, olvidar que está allí y soñar cosas lindas.

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