- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
La libertad de expresión, aunque ya resulta una obviedad a estas alturas, es el fundamento sustantivo del sistema democrático. Su alfa y su omega. El principio y el fin. Pero, otra obviedad, no es un derecho exclusivo de los medios de comunicación y de los periodistas, sino de la sociedad entera; “es el que tiene todo ciudadano de andar por la calle, pararse, mirar y contar lo que ve a los demás” (Juan Luis Cebrián, 1980).
La fecha de la edición del libro es importante porque nos ubica en ese tiempo de la transición española que emprendía el proceso de redemocratización después de una atroz dictadura del generalísimo Francisco Franco, investido como jefe de Estado en octubre de 1936 y como presidente de Gobierno de 1938 a 1973, este último periodo, casualmente fue de 35 años. Y en ese suelo de tremedales se agudizaron las controversias entre los políticos que pretendían determinar qué era noticia y qué no, según sus particulares interesados y la fijación de los periódicos de sustituir la dictadura política erigiéndose en “dictadores de la opinión pública”. Insistía, por tanto, en que “los verdaderos propietarios de la información son los ciudadanos, los lectores en el caso de los diarios; y los periodistas son los administradores de ese derecho ajeno”. Por estos lares pensamos y actuamos al revés: el lector es un animal a domesticar y adoctrinar.
Cebrián centra su enfoque en los periódicos, porque es el mundo que más conoce y donde más se siente a gusto. De hecho, fue fundador y primer director de “El País” (del Grupo Santillana), cargo que deja en 1988; desde 1996 es miembro de la Real Academia Española y es considerado uno de los diez españoles más influyentes en las últimas cuatro décadas. La condición de director de un medio integrante de un grupo editorial dedicado a la producción de libros de textos (hoy ya transferido a otra empresa para el área de Europa, sector educación) eleva la significación intelectual y moral de nuestro autor en cuanto a su apreciación crítica sobre la libertad de expresión o libertad de información, su práctica sujeta a las arbitrariedades de los propietarios de los medios y la función contestataria de la prensa para limitar los abusos del poder.
Nada dejó al azar. Un cuadro completo y pintado crudamente de lo que es y lo que debe ser. Yo también soy aficionado a los diarios impresos. Los compro y los almaceno. No escucho radio, tampoco veo los noticieros ni los programas de entrevistas de la televisión donde, en la certera y aguda observación del recordado e inigualable Helio Vera, el invitado está condenado a escuchar la opinión del periodista, no pocas veces rebosante de histérica procacidad. Mi comentario, reitero, se circunscribe a ese ámbito restringido de la prensa escrita.
La libertad de expresión está limitada a la libertad de expresión del dueño del medio. Negar esta realidad sería de hipócritas. Dentro de ese bien subrayado marco el periodista puede escribir lo que quiera. Los propietarios de estas empresas actúan como una sociedad anónima con vínculos tácitos. Manejan los mismos códigos y la misma política editorial. O puede que ocurra la casualidad de que empresarios y trabajadores de la prensa coincidan en una misma posición ideológica y hayan elegido el mismo enemigo. Y así machacan hacia una sola dirección, sin siquiera otorgar los beneficios de la duda a la contraparte. Y cuando los paquetes accionarios cambian de mano, también, suele cambiar la orientación del periódico.
Durante la Convención Nacional Constituyente, con Alcibíades González Delvalle, víctima de la censura (no le publicaron su artículo), a pesar de su larga y honesta trayectoria en el diario donde trabajaba, redactamos un proyecto en el que, aparte de la cláusula de conciencia y la garantía de no revelar las fuentes de información, se establecía explícitamente que “el periodista columnista tiene derecho a publicar sus opiniones firmadas, sin censura, en el medio en el cual trabaja.
La Dirección podrá dejar a salvo su responsabilidad haciendo constar su disenso”, que finalmente fue incorporado en el artículo 29 de nuestra ley fundamental. Al día siguiente, Abc Color publica en tapa, con letras negras y en tamaño inusual: “La prensa está de luto”, argumentando que con esta disposición constitucional se le estaba confiscando un espacio que es propiedad privada. Al final, no murió nadie, salvo el ego recalcitrante de algunos directores. La democracia y el pluralismo que siempre se proclama solo son para afuera; exigencias para los demás. Hacia adentro, la tuerca no cesa de apretar.
Yo procuro siempre aprender de los que más saben. Aunque en el mundo del periodismo el que menos sabe domina economía, teoría del Estado, lingüística, semiología y sicología social (paráfrasis de Cebrián). De mi parte, recurro al escritor y periodista argentino Marco Denevi (1920-1998), quien en el Suplemento Cultural de este mismo diario afirmaba con la sencillez de los auténticos: “Yo observo que cierto periodismo ‘crítico’ no admite crítica al periodismo. Y eso no puede ser. Ellos critican, pero no admiten crítica. ¿Qué es eso? Cualquier crítica que se formule es rechazada en nombre de la libertad de expresión. Pero todos tenemos libertad de expresión. Eso no hay que olvidarlo. No es una ley privada para el periodismo”. El título era, por demás, sugestivo: “El periodismo puede ser tan peligroso como una dictadura”. Sobre todo, cuando pretende erigirse en “dictador de la opinión pública”. Como exclusivo “dueño de la verdad”. Buen provecho.