EL PODER DE LA CONCIENCIA
- Por Alex Noguera
- Periodista
- alex.noguera@nacionmedia.com
Hace más de 40 años, hacia la década de los 80, cuando aún ni se pergeñaba la idea del Día del Tereré, la industria de la venta de yuyos era incipiente, aunque algunas emprendedoras ya recorrían las calles con sus canastos de mimbre con “remedios refrescantes”.
Por esa época ocurrió un hecho que hubiera cambiado la historia del Paraguay y abierto la puerta a uno de los grandes descubrimientos de la medicina mundial… de no haber habido un pequeño mal entendido. Esta es la historia:
El protagonista de esta anécdota real es nuevamente Numa Pompilio, quien padecía de gota, así como su padre, puesto que, aseguraba, era un mal que se heredaba. Tal vez fuera así, o no, pero coincidentemente su sobrino adolescente también sufría de los rigores de las esporádicas crisis de dolores en sus pies.
La gota, según explicó en alguna ocasión el experto Numa, era “la enfermedad de los nobles”, que se producía al concentrarse los cristales de ácido úrico en las articulaciones, producto de la sobrealimentación.
El caso es que tío y sobrino se encontraban una madrugada en un banquete en Cara Cara’i, departamento de Caazapá, cuando la conversación, entre trago y trago, les llevó a comentar sobre la enfermedad. Por casualidad, el vaqueano Miguel escuchó la charla y aseguró que ese mal no existía más en esa compañía, puesto que todos los que la padecían se habían curado con una plantita llamada ka’atái. Con su brebaje mantenían los niveles bajos, sin importar cuánta comida tragasen.
Los ojos del tío y sobrino se abrieron grandemente. Se dieron cuenta de que no solo habían hallado el fin para sus dolores, sino que podían volverse millonarios colectando esas plantitas secretas, que en la ciudad valdrían su peso en oro.
Con la resaca mañanera, ambos futuros millonarios empresarios y posiblemente ganadores del Nobel de Medicina por su descubrimiento de la cura de esa maldita enfermedad que la humanidad arrastraba desde hacía milenios, ordenaron al personal que fueran a recoger el bendito ka’atái.
En cinco días llenaron la carrocería de madera del camioncito. Estaban orgullosos de la tarea realizada y esperanzados en dar el gran golpe que les llenaría de fama y dinero.
Así, tío y sobrino subieron al vehículo y enfilaron a la casa de Miguel para agradecerle y hacerle partícipe de las ganancias porque, había que ser justos, él fue quien reveló el ancestral secreto.
Miguel, sorprendido, se sintió honrado porque habían desviado su camino para despedirse de él. Tío y sobrino le contaron que habían invertido todo el capital que tenían y que llevaban su valiosa carga en la carrocería, debajo de la gran carpa amarilla.
También le pidieron que, como nuevo socio, supervisase la colecta de las plantitas ya que el mes entrante regresarían con inversionistas para acrecentar el negocio del milagroso ka’atái.
El rostro de Miguel se transfiguró y lentamente dejó su tereré en el piso para cerciorarse de la carga, debajo de la carpa. Al ver lo que había, se desplomó. Sorprendidos, tío y sobrino se asustaron y le preguntaron qué sucedía.
Con un hilo de voz, Miguel respondió:
-”No era ka’atái, me confundí a causa de la caña, era yvyratái”, y se tapó el rostro con las manos. Toda la inversión, el negocio, el Nobel de Medicina y los millones se habían esfumado para siempre.