• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Somos una sociedad despolitizada. Sin conciencia ideológica. Con una ciudadanía que se dejó derrotar por la frustración y la indiferencia. Los esporádicos episodios de contestación al poder –en cualquiera de sus funciones– responden a pequeños grupos, de diversas extracciones partidarias y sociales, que no alcanzan para expresar sentido de pertenencia a una comunidad en términos globales, aunque no dejan de sembrar optimismo de que alguna vez habremos de construir la cultura de la participación democrática (algunas de ellas explícitas en la Constitución Nacional). Estamos hablando de las movilizaciones pacíficas, aunque vigorosas, no aquellas extraordinarias que fueron motivadas por la violencia regada de sangre y que terminaron torciendo el trayecto planificado de la historia. He martillado varias veces sobre el mismo yunque. La última vez, creo, fue el 5 de febrero de 2021: “Una ciudadanía todavía ausente”. De aquella época hasta hoy poco o nada ha cambiado en la vida real. En el otro mundo, el ficticio de las redes sociales, los revolucionarios de la pantalla táctil visten la boina del Che y se marchan cantando rumbo a la Sierra Maestra. Y, luego, se quedan dormidos montando guardia sobre el teclado. Espero que esta realidad pueda ser modificada lo más rápido posible por la salud de la propia democracia.

El ritual electoralista nos ha consumido. Con el agravante de que algunos “pensadores” han reducido la democracia participativa al único y simple acto de emitir el voto para elegir a sus representantes, cercenando el concepto de ciudadanía política que, entre otras cosas, implica la capacidad “de las personas de controlar su propio destino dentro de la comunidad y de influir sobre el destino de la propia comunidad” (Arthur Stinchcombe). Ese es el salto cualitativo que adeudamos: pasar del papel de espectadores inertes al de protagonistas. En las últimas semanas tuve una recaída nostálgica con los libros (“La fuerza de la palabra” y “Los nudos gordianos”, principalmente) y discursos del político, catedrático y poeta español, don Federico Mayor Zaragoza, exdirector general de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), en el periodo 1987-1999: “‘Participo, luego existo’ ha de ser la fórmula cartesiana de la ciudadanía moderna. Si no participo, no existo como ciudadano. Me cuentan, pero no cuento. Soy objeto de censos y leyes, no sujeto de deberes y derechos”. Y esa participación a la que alude, en coincidencia con el otro autor citado, debe concretarse “en las decisiones que fijen el rumbo de la sociedad” como factor clave para “afrontar los retos del futuro inmediato. No hay ciudadanía cabal sin participación efectiva”.

El desafecto ciudadano hacia la clase política en general, donde la excepcionalidad queda absorbida por la mediocridad y la corrupción, es una de las razones de la desmotivación paralizadora, cuando debía ser al revés. Esta crisis de representación no es nueva ni exclusivamente nuestra. Pero fue escalando hacia su pico cada vez más pronunciado. Un análisis de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI), ya en 1996, advertía sobre esa decepción de diversos sectores de la sociedad que no se sentían “representados en sus intereses y valores por aquellos que eligieron para representarnos”, poniendo en riesgo la gobernabilidad democrática al punto de la ingobernabilidad. El otro pilar de la “ciudadanía genuina”, en clasificación de Federico Mayor, es el saber: “La educación es mucho más que información, es mucho más que instrucción (…). Consiste en dar a cada persona, a cada mujer y a cada hombre, la capacidad de ser ellos mismos, para ser propietarios de ellos mismos”. En 35 años de proceso democrático no hemos logrado transitar de la conciencia ingenua a la conciencia crítica. Gran responsabilidad recae sobre el sistema educativo nacional que no está cumpliendo con la meta de que los estudiantes puedan formarse un juicio crítico de las instituciones, los procesos y las élites políticas actuantes (OEI). Y no es menos la carga sobre la clase política y su pedagogía inversa: se esmeran por enseñar lo peor de cada uno. Exceptuando siempre las singularidades sobresalientes.

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La reciente pérdida de investidura de la entonces senadora Kattya González generó una marea de indignación en los medios de comunicación corporativos, en la oposición parlamentaria y en los internautas usuarios de las redes sociales. Pero, cuando llegó la hora de convertir las calles en una tribuna popular, hubo una presencia que no se correspondía –ni en un pequeño porcentaje– con la multitud de agraviados que manifestaron su repudio a la medida. País macrocéfalo, como somos, y por el estilo de campaña que le permitió alcanzar los 100.000 votos, que le ayudaron a ganar una banca en la Cámara Alta, es pertinente deducir que la mayoría de sus simpatizantes provino de Asunción. En consecuencia, si la fidelidad de la protesta tuviera una extensión práctica, hubiéramos tenido entre cinco mil y diez mil personas atronando las arterias capitalinas, que es una herramienta legítima de la democracia. La ciudadanía, como ya dije, sigue inconclusa. Desorganizada e inconstante. Lo mismo pasó cuando Fernando Lugo fue destituido de su cargo de presidente de la República por la vía del juicio político.

En este punto muy específico estoy de acuerdo con el exsenador Juan Carlos Galaverna: “Una oposición debilitada, anémica, ideológica y doctrinariamente, no le conviene al país, ni siquiera a nosotros como partido (Colorado) de gobierno”. Más grave aún, una sociedad que solo es espectadora no le conviene a la democracia misma. Porque los músculos del ejercicio ciudadano están fofos. Y no tenemos hoy un líder que, caído en desgracia, pueda invocar una espontánea movilización multitudinaria. Sobre todo, cuando nos asedien las imprevisibles tentaciones autoritarias. Hay que construir ciudadanía, antes de que con el poeta John Donne nos preguntemos: ¿por quién doblan las campanas?

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