- Por Mario Ramos-Reyes
- Filósofo político
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“¡¡Viva la libertad carajo!!”
Javier Milei, presidente argentino
La fuerza retórica de la palabra libertad es inmensa. Quizás no exista otra cuyo impacto sea más persuasivo. Quizás las palabras, ¿justicia? o bien ¿igualdad? se acerquen. Quizás. ¿El vocablo verdad? Mucho menos. Sobre todo, hoy, en este horizonte posmoderno donde la autonomía individual lo es todo. El eco de la palabra libertad es enorme. Tal vez se debe al sentimiento de no querer vivir nada impuesto. Lo cierto es que la centralidad de esa emoción ha puesto de moda, además, una serie de voces libertarias –como versión de un cierto liberalismo– como derechos, coerción, daño o propiedad.
Y ahí ocurre un hecho curioso. Esos nombres cargan con una indeterminación semántica que los convierte en inasibles para la mayoría ciudadana. Su ambigüedad los hace útiles en la retórica política, aunque problemática cuando se intenta desentrañar la filosofía política que subyace bajo esas palabras. Es que existe más de una noción de libertad, y, por lo mismo, de liberalismos. Y construir un régimen liberal no es una cuestión sencilla.
Es más que una visión de la economía. A menos que se formulen utopías. O se recurra a la ausencia de libertad, o autoritarismo, para construir –paradójicamente– un régimen libre. Todo esto es difícil de sintetizar, pero intentemos hacerlo.
LIBERTAD SIN CONDICIONAMIENTOS
Comencemos con una primera significación de libertad: la de autonomía. Cada uno decide por sí mismo. Respeto irrestricto al proyecto de vida del prójimo. El ser humano se da a sí mismo las normas de vida. Sartre (1905-1980) la formuló de manera clara: lo que nos define como seres humanos es la libertad de elegir lo que queremos ser. Nada nos precede: no hay esencia humana o el bien moral o una naturaleza anterior. La libertad es un absoluto. Dios no existe. Somos independientes. Autónomos. Huérfanos cósmicos. Es la herencia de la modernidad iluminista del siglo XVIII: la libertad sin vínculos.
Así, la libertad de autonomía, sin disimular, defiende la espontaneidad. Una libertad sin más donde no hay bien moral ni verdad que le condicione. La libertad hace verdaderos a los individuos. No es la verdad la que nos hace libres. Esta es relativa. Cada uno determina la suya como su moral. Así, todo se debe tolerar, pues no hay bien ni mal. Nadie ni nada debe interferir. Todo es consenso, voluntad individual recíproca. Esta ha sido la forma moderna de libertad –como dije– como también de la posmodernidad actual. Los clásicos, sin embargo, la miraban desde otra perspectiva: la del bien.
LIBERTAD COMO AUTODOMINIO
Esta segunda noción es la que yo llamo libertad republicana. Autogobierno. Refiere al autodominio moral del individuo. No todo lo que quiero debo hacerlo. Es más, el ejercicio de mi libertad debe estar precedido por la moral como autocontrol, disposición de virtudes. La justicia o templanza, y la prudencia nos disponen a actuar más libremente, y no al revés. ¿Conclusión? Una educación en las virtudes humanas será el prerrequisito que nos hará más libres. La verdad de lo que somos como personas ayuda a lograr el bien. Es la libertad moral de la que hablan los antiguos, de Aristóteles a Séneca. Y los liberales clásicos modernos como Montesquieu (1689-1755).
Por supuesto, todo esto moverá a risa. Cuando no a puritanismo o autoritarismo. Y es que esta libertad de hacer el bien aparecerá como antiliberal. Es que en nuestras democracias constitucionales liberales actuales prevalece el procedimiento y no el contenido. Contenido como un recipiente vacío donde se pretende, cada vez más, consensuar lo de “prohibido prohibir”. Lo que es un contrasentido. Pero la libertad de autodominio no tiene nada de autoritaria: al afirmar que existe el bien y el mal, establece, precisamente, un marco constitucional donde se tolera el mal, pero no se lo relativiza. Mucho menos tiene de puritana. Más aún, la libertad moral ha llevado a Lord Acton (1834-1902), el estadista inglés, a llamar a Tomás de Aquino (1224-1274) como el primer liberal (first Whig) por afirmar que no todos los vicios que se abstienen los virtuosos son punibles, sino solo los más graves, aquellos que van en contra de los demás. La lucha moral, el esfuerzo por ser bueno, no es siempre una cuestión del orden jurídico y del Estado.
LA UTOPÍA DE LA LIBERTAD
Es notorio que lo que prevalece hoy es la noción de libertad sin condiciones que ha alimentado un liberalismo en su versión libertaria. Y en su veta “anarcocapitalista” –propugnada por el actual presidente argentino– que defiende la tesis de que todas las funciones del Estado deben privatizarse, y que incluso todo gobierno en sí mismo es injusto, siguiendo al estadounidense Murray Rothbard (1926-1995). Una reacción lógica ante el estatismo de los populismos. Positivamente existen argumentos pragmáticos de la necesidad de políticas económicas libertarias que se fundarían en la evidencia histórica: los altos índices de pobreza, la inflación, etcétera.
Y aunque se establezcan principios y derechos que prohíban matar, robar, un amplio espectro de valores queda reducido por este libertarianismo a meras decisiones contractuales. Casi no existirían instituciones cuyo valor estaría más allá del mero consentimiento. O un valor de bien social. Por ejemplo, el matrimonio y la familia. La educación. Es el peligro de hacer de la libertad un fin. Y así apelar a medios contrarios a la misma cuando la cultura se resiste. Es la imposición sin muchas formas constitucionales para imponer una utopía a toda costa: la de los que creen que un anarcocapitalismo puede ser la única solución, el final de la historia. Actitud idéntica a su némesis populista.
Se olvida que una sociedad es no solo un sistema económico, sino, y, sobre todo, un sistema político concreto, provisional, transitorio. Como el mismo proceso de mercado, que se acerca a la perfecta coordinación sin llegar nunca a su plenitud. No hay sistema político perfecto, porque la defensa de los derechos es siempre perfeccionable. Creo, por eso, que una democracia constitucional liberal requiere, precisamente, de ciertos valores y principios políticos que son innegociables. Un estado constitucional liberal donde el derecho no sea simplemente una excusa para los fines políticos.
Me pregunto si no sería significativo escuchar a Friedrich Hayek (1899-1992) que proponía ciertas instituciones de seguridad social. Y que criticaba acerbamente el deseo de algunos, socialistas y liberales por igual, de pretender “construir” un régimen liberal al modo “jacobinista” que no respete los tiempos y las tradiciones. Y entre ellos, los de una libertad que no sea populista ni relativista y sin condicionamiento, sino republicana, de autodominio. La que brota de la idea del bien moral. A este punto no me hago ilusiones, pues el tóxico posmoderno ha corroído las instituciones y la educación de tal manera que pretender que se entienda y surja dicho proyecto de sociedad, seria –irónicamente– utópico. Solo me resta musitar, luego de escribir este ensayo, aquello del escritor inglés C.S. Lewis: la educación actual no es cortar los árboles en una jungla, sino irrigar desiertos.