- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Se ha extendido la creencia de que la comunicación puede ser manejada sin considerar su estatus de ciencia, despojándola de sus jerarquías epistemológica y metodológica como fundamentos para la reflexión teórica. Así que todos meten las manos en ella con impenitente osadía. Todos son “expertos” en la materia, incluso los más profanos.
Las consecuencias son naturalmente previsibles. Lejos de contribuir a romper los compartimentos estancos que dificultan la comprensión compartida de un mismo hecho, levantan barreras de interpretaciones equívocas, concediendo significados diferentes a una palabra o a un suceso. Esos encontronazos lingüísticos o divergencias semánticas provocan crisis y conflictos que podrían ser evitados con mensajes expresados en forma clara, pulcra y correcta. En los últimos años, mediante investigaciones de campo, la eficacia de los mensajes puede ser medida y cuantificada. Aun así, todavía existen personas que siguen confiando en la simple intuición o la casualidad de un éxito improvisado.
Una campaña construida desde la mala fe, sostenida por falsedades, contra cualquier gobierno, en un plano estrictamente político, puede ser fácilmente desmontada por una buena estrategia comunicacional. Una que reúna en sí los clásicos requisitos de la claridad, la honestidad intelectual, la sencillez y la oportunidad. Y que, al mismo tiempo, evite las agresiones verbales y el lenguaje de la descalificación ad hominem, y, al revés, la ausencia de dicha estrategia puede instalar fácilmente contenidos que desluzcan una gestión eficaz, minimizando o sepultando sus resultados.
La comunicación no es una asignatura más dentro de la administración temporal del Estado. Es la asignatura que une y complementa a todas las demás. De su práctica idónea (que incorpora la ética) dependerá el juicio del futuro. Debe ser siempre la representación veraz de lo bien hecho o de aquello por hacer con signos auspiciosos para la sociedad. El humo puede distraer a algunos por algún tiempo, pero son las obras, culturales y materiales, las que prevalecen en la memoria colectiva.
Vayamos a lo concreto. La creación de la Superintendencia de Jubilaciones y Pensiones es un imperativo constitucional, postergada por más de tres décadas. Pero hubo debilidades en la formulación de una comunicación cooperativa como eje integrador en la dialéctica acuerdo-desacuerdo. Es decir, no pudo evocarse en común un mismo concepto. Mientras desde el Gobierno se anunciaba que con esta normativa se buscaba precautelar los intereses de los trabajadores que cumplieron su ciclo laboral (las diferentes cajas tuvieron un manejo discrecional que ponía en peligro su sostenibilidad), desde la oposición y las corporaciones mediáticas de inocultable aversión hacia las actuales autoridades se instaló la agresiva campaña en contra de la presunta intención de manotear los recursos jubilatorios de parte del Estado. Al final, hubo modificaciones de fondo aportadas por el propio gobierno, situación que satisfizo las expectativas de quienes abogaban por la ley, pero que discrepaban en algunos de sus artículos. A los detractores de oficio ninguna corrección será suficiente.
Los consensos esporádicos o circunstanciales son posibles cuando los actores de los procesos deliberativos son capaces de someterse al peso de los argumentos fundados en la irrebatible razón. Y es ahí donde la comunicación vuelve a jugar un papel crucial, porque, como sostiene el profesor Jacques Gerstlé, del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de la Sorbona, “sin ella, la política sería imposible”. La elocuencia no es suficiente cuando el orador no consigue que el auditorio vea lo que sus palabras están describiendo. Esa es una habilidad comunicativa imprescindible para convencer y conmover. Salvo, claro está, que el fanatismo o los rencores se antepongan a las explicaciones con justificaciones lógicas.
De este hecho puntual el gobierno del presidente Santiago Peña podrá extraer lecciones para los días por venir. Ya ha demostrado que no es ajeno a los reclamos ciudadanos, cuando la razón es la guía de dichas acciones. Estoy convencido de que la transformación del país, para dar un salto cualitativo al progreso, precisará de otras leyes de alcance popular.
Dos senadores de la Asociación Nacional Republicana, provenientes del movimiento Honor Colorado, a mi entender, dieron dos pistas clave para escenarios posibles y similares: mayor socialización del tema (Gustavo Leite) y mejor comunicación (Silvio Ovelar). La democracia, hay que repetirlo para que alguna vez quede fijada en la mente de la clase política, es un régimen de opinión pública.
Y como tal, precisa de una comunicación que haga previsible los actos de gobierno, reduzca la tensión social y evite la innecesaria crispación ciudadana. La paz es la última residencia de este modelo de gobierno que hemos elegido para la convivencia pacífica y el destino compartido. Aunque todavía nos cueste asimilarlo. Buen provecho.