- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
La libertad de expresión es un requisito insalvable para la formulación de una opinión pública sin censuras, la que, a su vez, certifica la condición democrática de una sociedad. De hecho, de eso se trata la democracia: de la posibilidad de exponer puntos de vista diferentes, de confrontar ideas y de administrar los conflictos por los conductos institucionales, como lo viene explicando desde hace años la politóloga belga Chantal Mouffe. Este modelo de convivencia y relacionamiento es, ante todo, un proyecto ético, de valores, que supera las normas y las leyes que lo regulan. Que se sustancia, además, con elecciones periódicas y trasparentes, estado de derecho, defensa de los derechos humanos, justicia social y control ciudadano.
La oposición de argumentos y la dialéctica razonadamente válida son las que sirven para pulir la síntesis de un gobierno que apuesta al ideal de la fraternidad y el progreso colectivo sustentado en la justicia distributiva. Decimos ideal, porque, parafraseando a Rousseau, no existen los gobiernos perfectos. Y en la dinámica de los sufragios, en las sociedades abiertas, van alternando las líneas ideológicas que perfilan la orientación del régimen de turno. Acabamos de ser espectadores de una representación de la alternancia en la República Argentina. Y aquí, aunque sea para la argelería (de puño y letra de Helio Vera), hasta el menos informado tomó partido por uno de los candidatos. Es que todas las familias paraguayas tienen algún pariente en la provincia de Buenos Aires y la Capital Federal.
Así que, en el marco de esos condimentos imprescindibles de la democracia y de una cultura pluralista no fueron pocos los compatriotas, varones y mujeres, que se inclinaron abiertamente a favor del ultraderechista Javier Milei, de La Libertad Avanza. El personaje que interpreta, sus insultos, exabruptos y sus bien estudiadas locuras atrajo, incluso, a niños y adolescentes. Y, por el otro, quienes se ubican en la franja de la izquierda y del progresismo apostaron por Sergio Massa, de Unión por la Patria, con un peronismo ideológicamente desdibujado y un Partido Justicialista absorbido dentro de dicha coalición. Y ganó Milei.
Que algunos afiliados y referentes de la Asociación Nacional Republicana hayan celebrado, también públicamente, el triunfo de El Peluca por una cuestión de simpatía hacia él o de aversión hacia su adversario cae en el ámbito de la libertad individual que no compromete a la institución, que siempre estará por encima de los hombres. Pero si trasponen los límites de la simple disposición emocional, si suscriben y se adhieren a sus programas económicos neoliberales, su (anti)política social y su visión del Estado de funciones y atribuciones reducidas al borde de la inexistencia, entonces, definitivamente, están militando en el partido equivocado. Como mínimo están contradiciendo sus principios y ejes programáticos aprobados en históricas convenciones que reunían a los más notables pensadores republicanos de cada época.
Su Declaración de Principios del 23 de febrero de 1947, la de la ANR (cuya caducidad o modificación nunca fue planteada siquiera), en la cual se define al Partido Colorado como una “nucleación de hombres libres”, no es de manera alguna una franquicia para la perversión doctrinaria. Porque, inmediatamente, el mismo documento “considera que el Estado, servidor del hombre libre, interviene en la vida social y económica de la Nación para evitar el abuso del interés privado y promover el bienestar general, sin infligir injusticia a los particulares”. El grave problema, que ya inquietaba a Roberto L. Petit en 1950, continúa sin resolverse: “La escasa preocupación por los trabajos de difusión doctrinaria o capacitación (…) Uno de los postulados centrales de todo Partido orgánico y principista es el de capacitar al pueblo y hacer que la política no solo se sienta sino que, también, se piense racionalmente, de manera a elevarla a planos superiores, jerarquizarla y hacer de ella lo que necesariamente tendrá que ella ser: una actividad enderezada totalmente al bien público”.
En “El proceso ideológico del coloradismo” (de próxima aparición en formato de libro), Natalicio González se reafirma en que los intelectuales del partido, en el orden económico, “defienden la primacía del interés colectivo sobre el interés privado, y ya en 1898 Blas Garay estampaba estas palabras realmente revolucionarias para su tiempo: ‘Somos partidarios de la intervención del Estado. Es necesario que el Estado, con los poderosos medios de que dispone, concurra a allanar el camino y a hacer más fácil la evolución’”. Garay concluye alegando que “la repugnancia que a algunos inspira la acción del Estado en el orden económico procede de la falsa idea de que únicamente existe para lo político”.
Natalicio agrega: “Cuatro años más tarde, como ministro de Hacienda, Fulgencio R. Moreno intenta encarnar en la realidad las mismas ideas. Y las enuncia con energía en el propio seno del Parlamento: ‘La intervención del Estado en la esfera económica es una condición necesaria para el desarrollo progresivo para la integración constante del cuerpo social. La teoría de la amplia libertad en la esfera económica, la doctrina del laissez faire, es una de las tantas antiguallas relegadas al museo de la ciencia’”.
Roberto L. Petit asumía que la doctrina del Partido Colorado marchaba “al ritmo de los acontecimientos y de las conquistas sociales contemporáneas, adaptándose siempre a la realidad nacional y utilizando su valiosa experiencia y su inclinación popular”. Pero toda transformación, aclaraba, debía producirse sin que se resienta “la esencia de los principios”. Ahí está el detalle. Buen provecho.