El evangelio de este domingo nos ofrece una nueva oportunidad de meditar sobre la importancia del perdón en nuestras vidas. La pregunta de Pedro sobre la cantidad numérica de veces que debemos perdonar a nuestros hermanos revela una preocupación legalista, que tal vez esté presente también en nuestras vidas.

¿Cuántas veces debo perdonar la misma persona para estar bien con Dios, para cumplir su ley: ¿una vez, dos veces, tres veces, siete veces...? Pedro había comprendido que Jesús enseñaba a las personas a perdonar a quienes les ofenden... pero él quería saber un número preciso: ¿hasta cuántas veces?

Naturalmente, nosotros tenemos un instinto que nos lleva a querer pagar con la misma moneda el mal que nos hacen. Cuando alguien nos hace sufrir, nos parece que solo tendremos paz cuando veremos aquella persona sufriendo lo mismo o peor de lo que nos hizo. Es nuestro instinto de venganza. Es la ley del: ojo por ojo, diente por diente. Haciendo esto, creemos que los demás sabiendo que recibirán el mismo mal que nos van a hacer, podrán pensar antes y desistir de hacernos el mal. No porque hayan madurado y entendido que deben evitar el mal, mas solo porque tendrán miedo de sufrir lo mismo.

Este modo de entender busca impedir el mal por la represión, por el miedo de sufrir lo mismo, esto es, para evitar el castigo. No forma la persona para el bien; no le enseña el valor de la justicia, de la caridad, del servicio, del respeto; no le forma para una vida comunitaria donde todos son llamados a hacer el bien y promover a los demás, sino que le impone el miedo de la punición. Es como cuando para convencer una persona que no debe matar a otras, envés de enseñarle el valor de la vida, su sacralidad, su importancia, solamente se amenaza con el castigo de la cárcel. Esto significa que, cuando esta persona piense que no le van a descubrir para punir, entonces hará el mal.

Es como una persona que tiene una debilidad curable en la columna y no consigue caminar, se puede buscar un tratamiento o entonces construirle una armadura. Con los dos medios ella podrá caminar, el problema es que, en el segundo caso, el día que se quite la armadura ella caerá.

La sociedad en que Jesús nació era fundada sobre la punición, la venganza y el castigo. Hablar de perdón, de dar la otra mejilla, de no buscar la punición de quien nos hizo el mal, era algo muy extraño y difícil de entender. Sin embargo, con Jesús había llegado la plenitud de los tiempos. Él no quería perpetuar con la armadura de ley, quería formar el corazón de las personas.

En su nueva sociedad el perdón es fundamental. Las personas deben renunciar al mal, no porque tienen miedo del castigo, sino porque descubren el placer del bien, la felicidad del amor. Pero esto, solo es posible cuando estamos dispuestos a renunciar al derecho natural de la venganza, para asumir el valor sobrenatural del perdón.

Para Pedro también era aún difícil de entender este nuevo modo de ver las cosas, este nuevo modo de organizar la sociedad. Esta novedad del perdón le parecía muy rara. Él quería entender: ¿hasta cuántas veces tengo que perdonar antes de entrar en el viejo esquema del castigo? ¿Después de cuántas veces que he perdonado, debo empezar a vengarme? Seguramente tenía la duda que muchos de nosotros aún tenemos: –y si continúo perdonando ¿el otro no se aprovechará para hacerme de nuevo lo mismo o aún algo peor?

Sin embargo, en la comunidad de Jesús el perdón es ilimitado. No estamos jamás autorizados a recurrir a la venganza. Para Jesús, cuando una persona es madura lo único que le puede cambiar y formar es el amor, no el castigo. En su mundo nuevo, no tendrá espacio para los que dejan de hacer el mal solo por miedo, sino para los que hacen el bien por la necesidad interna de ser coherentes, por el gusto de ser buenos, por una exigencia del corazón.

Además, Jesús sabe que solo es verdaderamente libre quien no tiene el corazón atado a las personas que lo hirieron. Cada vez que alguien me hace un daño, mi corazón continúa siendo torturado mientras no le doy el perdón. Por eso, quien decide no perdonar las ofensas recibidas, termina por estar completamente encadenado y despacito va perdiendo el brillo de su vida, va envenenando todas sus relaciones, pierde la paz y la serenidad, se transforma en un esclavo de la tristeza... Quien cree que no debe perdonar a un hermano, aunque sea muy terrible lo que él hizo o porque ya no es la primera vez, se está condenando a sí mismo, a perder el sentido de la vida, a vivir como esclavo de sus heridas.

Es por eso que el Señor insiste con Pedro diciendo que se debe perdonar al menos setenta veces siete, esto es, siempre. Y nos consuela el hecho que, si Jesús dice esto a Pedro, es porque ciertamente él lo hace con nosotros. El Señor está dispuesto a perdonarnos siempre, no para que podamos pecar sin preocupaciones, sino para que trasformemos nuestras vidas contagiados por su amor.

El Señor te bendiga y te guarde.

El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.

El Señor vuelva su mirada cariñosa y te de la paz.

Etiquetas: #perdonar#Dios

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