• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

La política y el periodismo se han degradado en cuanto a jerarquía intelectual y principios éticos. Los valores son poco estimados dentro de una práctica relativista que todo acomoda y tolera. El fin deseado determina los medios. La lucidez y la honestidad ya no son requisitos indispensables para incursionar en ambas profesiones. El buen decir en el debate y la publicidad, que no rehuía el brillo de fulminantes estocadas, cedió ante la manipulación y las intrigas a niveles grotescos. De estas efímeras huellas, como la existencia misma, no guardará registro el futuro porque no habrá nada que recordar, por la pobreza del lenguaje y/o la vileza de los espíritus. Hablar o escribir bien no es suficiente cuando se lo utiliza para ocasionar el mal de otros en provecho propio. ¿Excepciones? Siempre las hay. Pero son precisamente eso: individualidades que resisten las imposturas, la doblez y el servilismo abyecto e indigno. Y cada vez con mayor riesgo de extinción.

Los dos campos son de inevitable interrelación, pero de mutuo desprecio. A lo largo de nuestra historia ha sido más fuerte la línea maniqueísta que ubica a la clase política en el rincón de los condenados y a los periodistas en el pedestal de los impolutos. Hoy, sin embargo, la opinión ciudadana ha impartido criterios de justicia en igual medida. En ese canje de vicios es fácilmente demostrable que con la misma intensidad con que algunos políticos (o la mayoría) pretenden orientar la información y hasta determinar qué es noticia y qué no, algunos dueños de medios (o la mayoría) intentan instrumentar la política para sus exclusivos intereses económicos y fines comerciales, convirtiendo la información en un simple mecanismo de extorsión o de intercambio de favores. Desde ambos lados se instrumenta la verdad para reducirla a una falacia.

La filosofía del poder político es ambicionar y alcanzar el bien común, el bienestar sin exclusiones y la libertad con justicia social; es deber del periodismo canalizar la información como un bien estratégico –orientada a esos mismos fines– capaz de influir, como lo señalara don Enrique Díaz Bordenave, en el pasaje de la conciencia ingenua o mágica a la conciencia lúcida y crítica. Pero la reflexión teórica se ahoga en la realidad de la obsesión por el lucro, por un lado, y la difusión de mensajes mercancía, por el otro, que contribuyen a la alienación de un sector importante de la sociedad al que, justamente, estos medios reclaman una mayor responsabilidad cívica. No nos referimos exclusivamente a las basuras enlatadas y algunas de producción nacional, sino, también, a los programas con etiquetas de opinión, cuyos conductores –que se tardan más tiempo ante el espejo que frente a las cámaras– formulan sus preguntas y cuestionamientos de acuerdo con la cara del cliente (nunca mejor dicho), y desde sus islas liliputienses, sentados en imaginarios tronos del Olimpo, opinan sobre cualquier tema con presunta certeza de sabiduría universal. En las cámaras del Congreso de la Nación (de Senadores y Diputados) el paisaje tampoco es alentador.

Tanto en la política como en el periodismo la tentación autoritaria es difícil de domesticar. Desde los que tratan que sus opiniones o puntos de vista asuman categoría de verdad absoluta, hasta los que siguen creyendo que la prepotencia es inherente al cargo, pasando por los propietarios de medios y sus trabajadores que sueñan en convertirse en dictadores de la opinión pública a través del manejo discrecional, abusivo y parcial de los acontecimientos por cuestiones subjetivas o encono personal hacia su blanco de turno. Porque, así como existen autoridades en los tres poderes del Estado, que no siempre demuestran una gestión eficiente para disminuir la pobreza, impartir justicia y combatir la corrupción, la prensa empresarial tampoco aporta para la vehiculización de contenidos culturales y transformadores, apostando exclusivamente a la lógica del mercado, la rentabilidad, el rating y sus propias preferencias políticas.

Para Eduardo Galeano, América Latina es la tierra de las impunidades. Expresión que no debemos tomar como consuelo, sino como compromiso. Para que ese gran desafío pueda alcanzar el éxito será necesario que la política sea reconstruida desde la moral y el periodismo reconciliado con la ética y su función social. Mientras ello no ocurra, parafraseando a nuestro señalado autor: los medios y los media seguirán justificando los fines.

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