- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Reducir al modelo clientelar y prebendario las sucesivas victorias del Partido Nacional Republicano en la era democrática, es, probablemente, una de las razones de las sucesivas derrotas de la oposición en sus diferentes denominaciones y formatos. No digo que estos vicios hayan desaparecido de la política, pero ya no son determinantes para ganar elecciones. Así como ha fracasado también el discurso alimentado mayormente por el odio y el encono hacia los adversarios convertidos en enemigos. Pasó en las internas, pasó en las nacionales. El único que logró introducir una cuña en la larga hegemonía de la Lista 1 fue Fernando Lugo, al frente de una Alianza Patriótica para el Cambio, que integraba al histórico Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA) en el cupo de la Vicepresidencia de la República. Pero el exobispo de San Pedro no solo evitó la confrontación cromática –apuntó el ojo crítico a individualidades–, sino que hasta reivindicó su raíz colorada, entroncada nada menos que con Epifanio Méndez Fleitas, declarado enemigo público de la dictadura de Alfredo Stroessner.
Claro que también contribuyeron grandemente, por un lado, el hartazgo ciudadano hacia el lenguaje violento, agresivo y soberbio del oficialismo de entonces y, por el otro, la traición del movimiento que alegó fraude en los comicios internos de los republicanos del 16 diciembre de 2007. El abrupto final de su gobierno (el de Lugo) por discordias ideológicas y disputas por cargos dentro de la coalición sembró el virus de la desconfianza para futuros acuerdos y concertaciones, como pudo comprobarse en los últimos desafíos electorales.
Por supuesto que todavía quedan resabios de las prácticas clientelares y el hábito de apropiarse del Estado –lo estamos viviendo en la saliente administración que da sus últimos coletazos–, pero, insisto, ya no tienen un peso desequilibrante en la balanza de las pujas electorales. De lo contrario, el titular de la Junta de Gobierno de la Asociación Nacional Republicana sería Mario Abdo Benítez, y Arnoldo Wiens, el presidente electo. “Nos corresponde a nosotros –afirmaba Roberto L. Petit en 1950– combatir y destruir el concepto y la práctica que hacen de la política lo más vil y lo más mezquino”.
La virtud de este mensaje es su impacto transgeneracional por aquello que sostenía otro intelectual colorado, Pedro Pablo Peña: “La tradición es la herencia que recibimos del pasado y la proyectamos acrecentada al porvenir”. Por tanto, la lucha por la reivindicación doctrinaria dentro del Partido Colorado es constante, como oleadas que tocan sus playas de manera inevitable. Pero no de una “reivindicación” al estilo de las últimas resacas de este gobierno, que proclaman un credo de autenticidad mientras deshonran los principios más elementales del coloradismo. Consecuentemente, para que la oposición pueda derrotar al partido fundado por el general Bernardino Caballero deberá investigar otros canales y encontrar respuestas al fuerte sentido de pertenencia que tienen sus afiliados y que no puede ser explicado solo desde la lógica, sin su componente emocional. Esa es una tarea que corresponde a sus líderes y pensadores serios.
Antes del 30 de abril de este año, una amiga politóloga que además se dedica a explorar preferencias electorales, a raíz de la conclusión de un nuevo trabajo, me comentaba que dos aspectos le llamaban la atención: el crecimiento de Paraguayo Cubas (fue la primera en publicarlo) y la reacción de protesta de humildes pobladores de alejadas compañías por la abierta injerencia de los Estados Unidos, graficada en el rostro de su embajador, Marc Ostfield, tratando de perjudicar las chances de los candidatos del Partido Colorado. Igual que los discursos agraviantes, pasó en las internas, pasó en las generales. Más allá del bombardeo mediático apuntalando la agenda de la alternancia promovida por un país extranjero, los electores se sintieron agraviados –aun en su corto entendimiento en algunos casos– por lo que consideraban una grosera intromisión en nuestros asuntos domésticos.
La sistematización en cifras de aquel sondeo de opinión, con sus márgenes de errores, no era sino la confirmación del Programa de Gobierno aprobado el 23 de febrero de 1947, en su artículo 13: “Respeto a la soberanía de las naciones, a la igualdad jurídica de las mismas y al principio de no intervención”. Y remata en su artículo 15: “Repudio a todo totalitarismo o imperialismo económico o político como instrumento de dominación internacional”.
Semanas atrás, en este mismo espacio me preguntaba: “¿Con cuál Partido Colorado gobernará Santiago Peña?”. Tenía que ver con lo que había escrito hace mucho con respecto a que “no fueron pocos los que trataron afanosamente de tergiversar esta matriz para la acción (el Programa/Manifiesto de 1887), de manera recurrente y obstinada para acomodarla a la particular mirada e intereses de quienes decían gobernar en representación del partido”.
Las últimas declaraciones del electo presidente sobre su reunión con Marc Ostfield son indicadores de que se encuentra en la línea correcta. “No podemos dejar de reconocer que hubo influencia en las elecciones”, reclamó al embajador. La línea que ignoraron, por ejemplo, Mario Abdo Benítez y Nicanor Duarte Frutos, por ambiciones sectarias, justificando públicamente las acciones, primero, del Departamento de Estado y, luego, del Departamento de Justicia, en su modo imperialismo. Evidentemente, estos lacayos jamás leyeron al doctor Antolín Irala: “Deseamos que nuestro país mantenga las mejores y las más estrechas relaciones con los demás Estados, pero conservando intacta su personalidad internacional, con todos los privilegios y atributos inherentes a un pueblo soberano; en una palabra, queremos ser amigos y no vasallos más o menos encubiertos ni subordinados de ninguna otra nación”. Para derrotar al partido, repito, primero hay que estudiar a los colorados y su tradición histórica. Buen provecho.