- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Mucho antes de que se creara el buscador más utilizado como primeros auxilios –casi nunca para atacar a fondo el problema–, el lúcido pensador y mejor poeta, Roque Vallejos (de trágica existencia), ya escribía sobre la fórmula que había ideado el académico norteamericano Robert Klitgaard para representar la corrupción como sistema: C = M + D – R. Eran tiempos en que leer libros y diarios impresos, incluyendo los de procedencia de vecinos países, era un rito sagrado para quienes tenían la obligación de examinar cotidianamente los hechos con sentido de veracidad. Aquella regla se explicaba de la siguiente manera: Corrupción es igual a monopolio más discrecionalidad menos rendición de cuentas. Este fue el modelo perfecto que puso en marcha la administración de Mario Abdo Benítez durante la pandemia ocasionada por el covid-19.
En cada discurso, tanto el mandatario como sus adláteres –incluyendo el último informe ante el Congreso de la Nación–, vociferan hasta la ronquera que les tocó gobernar en medio de una inédita crisis, incluyendo factores climáticos (similares a los de periodos anteriores), que en parte no pueden negarse, pero, por obvias razones, se olvidaron de mencionar que ese trance doloroso para nuestro país fue aprovechado para los más grandes y miserables actos de latrocinio en contra del Tesoro Público. Grandes en cuanto a los millones de dólares que debían ser destinados para mitigar el sufrimiento de la gente más humilde, y miserables porque lucraron a costa de la tragedia de miles de familias que presenciaban la inexorable muerte de sus seres queridos por falta de camas para cuidados intensivos, insumos, medicamentos y, hasta, el vital oxígeno. Hospitales desabastecidos, pero siempre con las faltriqueras llenas con el dinero escamoteado a una población indefensa por la avaricia de sus autoridades.
Marito y su gente, con la conciencia encallecida por la corrupción, condenaron a 19.961 personas a la muerte. Un genocidio con todas las letras en mayúsculas. Con un manejo eficiente, honesto y trasparente de los recursos (préstamos y donaciones) que debieron tener como destino enfrentar con solvencia la pandemia se habrían salvado miles de vidas. Ese es un crimen que no puede ser acallado. No debe quedar impune.
Aunque algunas cadenas mediáticas han preferido el silencio que pretende enterrar ese pasado de tragedia y robos, la ciudadanía –de lenta, pero de ineluctable construcción–, llegado el momento, puede constituirse en tribunal para el castigo social y reclamarle al “Tribunal que no ha de olvidar que corresponde al juez dar el ejemplo de la virtud” (José Martí). Este gobierno, que está llegando a sus últimos días, cumplió a rajatabla la fórmula del profesor Klitgaard: discrecionalidad menos rendición de cuentas. Las autoridades entrantes tienen la obligación moral y legal ante el pueblo de realizar una profunda y rigurosa auditoría en todos los organismos y entidades del Estado, con preferencial atención a las binacionales Itaipú y Yacyretá, que fueron literalmente prostituidas por los directores de turno.
El catedrático de las más prestigiosas universidades de los Estados Unidos (Harvard y Yale, entre otras), ya en 1998, relataba que “la corrupción es un delito de cálculo, no de pasión. Es cierto que hay santos que resisten todas las tentaciones y funcionarios honrados que las resisten casi todas, pero cuando los sobornos son cuantiosos, las posibilidades de ser sorprendido son escasas y las multas son pequeñas, muchos funcionarios sucumbirán a la tentación”. La lectura es sencilla, pero contundente: hay que establecer mejores sistemas de control y aplicar las penas máximas “a los que dan y a los que reciben” los sobornos.
El electo presidente, Santiago Peña, y sus principales colaboradores deben entender que ya no quedan espacios para la impunidad. Es el cáncer de la democracia, ya lo dije, y añado: es el mayor obstáculo para el desarrollo de las naciones, porque, como bien lo explican varios autores y estudios empíricos, “la corrupción genera pobreza”. Nosotros podemos atestiguar tal aserto por el método de la simple observación: el mayor legado de Mario Abdo Benítez será el aumento de la pobreza extrema, un abultado déficit fiscal y el incremento de la tasa de desempleos. Y todo porque no tuvo voluntad para ponerse un bozal y frenar la angurria, la suya y la de su círculo inmediato. Ya repetí tantas veces lo mismo. Y lo seguiré haciendo porque, a veces, desde la repetición se construye la memoria de los pueblos.
En el otro extremo de la corrupción se ubica, señorial, la impunidad. Los diferentes diccionarios de etimología nos enseñan que viene del latín impunitas y es la cualidad de impunis (sin castigo), “adjetivo con prefijo negativo in y la raíz del verbo punire (castigar, imponer una pena)”. En síntesis: un crimen sin castigo. Un delito impune. Habría que empezar con los millones de dólares mal utilizados durante la pandemia y continuar con los gastos sociales de Itaipú y Yacyretá.
Soy un convencido –también ya lo dije– de que no están en condiciones de soportar la más rústica de las auditorías. Se creyeron tan omnipotentes y eternos en sus cargos, que ni cuidaron las formalidades de los expertos en saquear al Estado. Ni perdón ni olvido debe ser la consigna.
Aquellas autoridades que no investigan a fondo las modalidades de corrupción en sus respectivas instituciones es porque ambicionan repetir el mismo esquema de sus predecesores. La impunidad de los responsables del gobierno más corrupto de nuestra historia democrática será la peor señal que podría enviarse a una sociedad que sueña con un futuro es esperanza. Y un claro indicador para quienes pretenden normalizar la corrupción dentro de la esfera pública. Y como diría el inolvidable y muy querido Helio Vera (nunca me cansaré de recordar su frase): “El fusilamiento no termina con el crimen, pero atempera los espíritus”. Buen provecho.