Escuchar el nombre de Pitágoras es como regresar en el tiempo y recordar la época de colegio… y un intrincado teorema que solo sirvió para amargarle la vida a más de uno en algún examen de matemáticas. Sin embargo, este hombre que nació en Grecia, aproximadamente en el año 500 a. C., fue una mente brillante tanto en geometría como en aritmética y filosofía, al punto que a él se le atribuye la célebre frase: “Educad a los niños y no tendréis que castigar a los hombres”.

Por aquella ruda época, la educación era sencilla. El alumno era eso, alumno; su función era aprender, obedecer y absorber toda la sabiduría y experiencias de sus maestros.

En esa misma corriente de pensamiento, casi 2.400 años después el escritor francés Víctor Hugo reiteraría la misma idea con otra frase parecida: “Quien abre la puerta de un colegio, cierra una prisión”, es decir, gracias al conocimiento el hombre puede adquirir su libertad.

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Por entonces la educación seguía siendo rígida, incluso con maestros que tenían la potestad de aplicar castigos físicos a sus alumnos, si lo consideraban necesarios. Los alumnos seguían siendo alumnos y obedecían y respetaban a sus mayores.

En esos tiempos, repetimos, la educación, aunque dura, era mucho menos compleja que la actual, ya que hoy día los jóvenes –y hasta los niños– a través de internet reciben influencia foránea de libertades mal entendidas. Y como en sus celulares tienen toda la información del mundo, también sienten que poseen infinito conocimiento y el derecho a discutirlo todo. Hoy día, los alumnos perdieron su condición y asumen que saben más que sus maestros. Y no se dan cuenta de esa grave ceguera.

En esta vorágine de ridícula lucha de derechos, también las drogas suman fuerza a favor de la posición de los jóvenes. Claro, ni Pitágoras ni Víctor Hugo tuvieron que vérselas con un distribuidor de crack disfrazado de alumno que reparte el vicio entre sus compañeros. Y al final, los discípulos se descontrolan, se envalentonan y exigen respeto con violencia. Hacen de todo, menos estudiar.

El reciente asesinato de la directora de un colegio a manos de su alumno de 16 años abrió el debate acerca de la seguridad en las instituciones educativas. Finalmente, el jueves el Ministerio de Educación autorizó oficialmente la revisión de mochilas y bolsos de los estudiantes para evitar que estos pudieran introducir armas de fuego/blancas, elementos peligrosos, sustancias psicoactivas, vapeadores o fuegos de artificio. Pero la federación de padres de las escuelas públicas del Paraguay rechazó esta resolución.

Los voceros del gremio de estudiantes también se unieron a esa posición y exigen “soluciones de fondo”, “mayor inversión en salud mental” porque refieren que ellos son “estudiantes, no delincuentes ni sospechosos”.

Quisiera imaginar la cara de Pitágoras si escuchara semejantes argumentos. Supongo que les recordaría a los alumnos que solo son alumnos y que una de las cosas que deben aprender en la vida es a obedecer, que no pueden pretender tener siempre la razón y que no se discute solo por el mero arte de discutir.

Como matemático, les explicaría que todo en la naturaleza tiene su orden, que después del uno viene el dos, no al revés, y que primero hay que aprender para luego entender.

Los miles de menores que acuden a las escuelas o colegios para formarse merecen seguridad y sus padres la tranquilidad de que sus hijos no serán presa de ningún disparo en el aula.

Los alumnos no deben llevar en sus mochilas elementos peligrosos, pero lo hacen. Antes que nada, es deber de la institución brindar protección a sus alumnos. Los estudiantes no tienen la libertad de introducir lo que quieran en sus mochilas, más cuando ponen en riesgo a sus compañeros. Deben respetar reglas.

En esta época –lastimosamente– en la manada hay lobos disfrazados de ovejas que venden drogas y corrompen a los inocentes.

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