Aquí se define el futuro de un país agobiado por la pobreza. Lacerado por la corrupción y la mediocridad. Aquí se baraja la suerte de la democracia. Una democracia que no ha sido capaz de resolver satisfactoriamente antiguos conflictos sociales y perturbadoras asimetrías económicas.
Entre la ostentosa e impúdica opulencia y la más desgarradora miseria emerge un sector de la población que envía inquietantes señales de aprobación hacia modelos autoritarios de gobierno. Un fenómeno sobre el cual ya habían advertido varias organizaciones internacionales en la década de los 90, a raíz de que las élites dominantes estaban distanciadas y ajenas a las dramáticas condiciones de vida de millones de familias en América Latina. De esa América Latina en la que aparecemos entre los peores rankeados en educación, salud, garantía alimentaria, seguridad y trasparencia.
Sin un radical compromiso ciudadano, que anteponga el concepto del Estado por encima de los sectarismos políticos y particulares privilegios, esa reclamada transformación que habilite el acceso a un progreso con equidad y justicia social continuará su peregrinar de postergación infinita. Pero ese compromiso implica un paso previo condicionante: ganarse la confianza y la credibilidad del pueblo. El mayor de los desafíos de quienes administrarán temporalmente el poder a partir de este 15 de agosto.
El respaldo ciudadano a la futura gestión del electo presidente de la República, Santiago Peña, será directamente proporcional a su determinación de encarar con valentía las presiones de quienes bastardean el imperativo ético de la política, empezando por su propio partido. De lacras y lastres que han pervertido los fines del Estado para la acumulación de espurios bienes materiales. Crápulas que pretenden dar cátedras sobre gobernabilidad y políticas públicas desde el lecho clandestino de sus amantes, privilegiándolas con meteóricas recategorizaciones (incrementos de remuneraciones) en las entidades binacionales, en detrimento de antiguos profesionales de carrera. Principalmente en Yacyretá, donde la concupiscencia se regodea con alevoso cinismo.
En ese lugar de lenocinio y desenfrenada lujuria, la vergüenza ha sido desterrada. Nunca una institución fue tan degradada ni prostituida como ahora por estos escarnecedores del poder. En lamentable complicidad, debemos decirlo, con el director ejecutivo de la margen izquierda. La calificación de “monumento a la corrupción” hoy brilla por el realismo de su descripción. En situaciones de aberrante inmoralidad, el eufemismo sonaría pusilánime. La crudeza de las palabras es, también, compatible con el buen decir. Estos forúnculos infecciosos deben ser extirpados de raíz por cualquier mandatario que anhele gobernar con y para la gente. Los mensajes claros envían señales inconfundibles. En medio de dudas y confusiones, los salteadores de camino encontrarán el terreno propicio para sus desleales y arteros propósitos.
No es ya tiempo de tibios ni indecisos. Lo por venir depende exclusivamente de lo por hacer. Ya no quedan espacios para las vacilaciones. Es hora de aplicar mano dura contra la corrupción y los farsantes de la democracia. De aquellos que utilizaron la política como trampolín y trapecio. Para dar un salto olímpico a la vida abundante, sin esfuerzos, méritos ni formación intelectual. Pero con un ingrediente insustituible: la absoluta ausencia de escrúpulos. Balanceándose de un lugar a otro. Acomodando el discurso a sus conveniencias y no a las convicciones. Así, el satanizado de ayer puede convertirse hoy en un rubio querubín. Y viceversa. Rémoras que obstaculizan una sociedad próspera en cultura y bienestar.
Santiago Peña puede escuchar todas las sugerencias y recomendaciones. Sin embargo, la decisión final siempre será de él. Porque suya será la enorme responsabilidad ante el esquivo juicio de la historia. Va a precisar de colaboradores con voluntad férrea para empezar a liberar, por ejemplo, al Instituto de Previsión Social, del yugo de los usurpadores del bien público. Para que el Instituto Nacional del Cáncer vuelva a proveer regularmente medicamentos oncológicos a los pacientes. Para eso hay que dejar de robar.
Ese mismo lema debe marcar a fuego a la Dirección Nacional de Aduanas, a Petróleos Paraguayos, al Instituto Nacional de Cemento, a la Administración Nacional de Navegación y Puertos y al Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones. Fuentes generosas de nuevos ricos. En este gobierno se realizaron oscuras transacciones hasta en el Ministerio de Tecnologías de la Información y Comunicación, mediante dudosas contrataciones de consultores de “imágenes” a través de “aportes institucionales” de una entidad binacional. Estas son apenas muestras, porque el control riguroso y la lucha implacable contra la deshonestidad pública deberán abarcar a todos los organismos y entidades gubernamentales. Sin consideraciones ni privilegios.
Santiago Peña es consciente de que algunos medios de comunicación –bien identificados, por cierto– tratarán de encontrar el más mínimo error en su gobierno para compensar, quizás, el pesado silencio con el cual sepultaron los grandes hechos de latrocinio del presidente Mario Abdo Benítez. Mas la libertad de expresión no es un derecho restringido a la prensa. Al contrario, es facultad de cualquier persona para exteriorizar libremente su pensamiento. Incluso criticando a los medios. El respaldo de la sociedad, repetimos, a la gestión del próximo presidente de la República dependerá única y exclusivamente del propio Santiago Peña y de las decisiones que adopte desde el primer día de su mandato. Tenemos por delante un escenario en el cual la democracia deberá seducir nuevamente a una ciudadanía hastiada de los malos gobernantes. Buen provecho.