“¿Qué es lo que causa las disputas y las peleas entre ustedes? ¿Acaso no surgen de los malos deseos que combaten en su interior? Desean lo que no tienen, entonces traman y hasta matan para conseguirlo. Envidian lo que otros tienen, pero no pueden obtenerlo, por eso luchan y les hacen la guerra para quitárselo. Sin embargo, no tienen lo que desean porque no se lo piden a Dios”. Stg. 4.1, 2. Con estas sencillas palabras, la Biblia muestra la raíz y el origen, no solo de guerras y genocidios, sino de pleitos familiares, separaciones, divorcios, asesinatos y odios en las familias, entre amigos, compañeros, y en todas las relaciones humanas que afectan nuestra vida.
Algunos dicen que las grandes matanzas, históricamente, han sido por culpa de las religiones e, indudablemente, las religiones organizadas, con ambiciones políticas y alejadas de la esencia de lo que, supuestamente, predican, han sido tristes protagonistas de guerras durante cientos de años. Pero si nos ponemos a investigar diligentemente, las matanzas y guerras no han sido monopolios de las religiones. Muchas atrocidades han sido llevadas a cabo por sistemas políticos e ideologías seculares. Por ejemplo, el comunismo ateo que mató a millones de personas en un lapso de unos 70 años en el siglo pasado. La 1ra. y la 2da. Guerra Mundial, que casi han devastado el mundo, han sido originadas y llevadas a cabo, no por religiones, sino por ambiciones políticas, económicas y hasta racistas. Incluso, creo yo, todas las guerras tienen realmente esas motivaciones políticas, territoriales y, como epicentro de todo, económicas. Se les disfraza de muchas cosas, pero las motivaciones primarias son esas: dinero y poder.
Hablaré solo del cristianismo. Su líder máximo, Jesucristo, y los apóstoles que escribieron su libro Sagrado, saturaron sus páginas y enseñanzas con palabras como: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, “no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti”, “no devuelvas mal por mal”, “perdona a los que te agreden y ama a tus enemigos”, “no te canses de hacer el bien”, “busca la paz y síguela”, “si alguien te pega en una mejilla, dale la otra”, “no cobres venganza de tus enemigos”, “busca la justicia, desecha la violencia”, y muchísimas más.
¿Cómo es posible que personas que digan creer en estas palabras y tomen al que las dijo como Dios hecho hombre, hayan cometido tantas perversiones? Por un motivo que la misma Biblia nos enseña desde el primer libro de la Biblia: el pecado. La violencia y la codicia no son monopolio de una religión ni de un sistema o ideología política. Ambas son resultado “del oscuro corazón del hombre”.
Habiendo ya evolucionado tanto en cultura y tecnológicamente, aún no ha resuelto, ni resolverá, su problema más básico y profundo, pues está mucho más allá de sus posibilidades poder hacerlo. Solo Dios puede lograrlo, y que los que hayan dicho representar a ese Dios hayan sido instrumentos del mal, no es nada nuevo. Lejos de decirme que Dios falló, me confirma que lo que la Biblia dice del hombre es verdad. Ya los fariseos y saduceos, representantes de la clase religiosa, y el procurador romano Poncio Pilato, representante del poder político y económico, crucificaron a Cristo, y ese hecho nos debe decir mucho. La solución no es una religión sino una relación personal, coherente, profunda y sincera con nuestro Salvador Jesucristo. Una persona verdaderamente creyente no compartiría ni la violencia ni la corrupción, pues estas cosas, si realmente se ha acercado a Cristo, ya no formarán parte de su ser, por lo que, de manera natural, las rechazaría.