EL PODER DE LA CONCIENCIA

Nadie recordaba ni su edad ni cómo había llegado al zoológico, solo que el elefante Colita siempre fue el amo, señor y custodio de esas cobardes y gruesas verjas de hierro oxidadas que le castraron injustamente su libertad.

El tiempo se volvió viejo jugando con las hojas y el viento. Los niños también se habían vuelto viejos, y los viejos de antes ya no estaban más, pero cada mañana el rostro alargado de ese gigante saludaba al sol con la misma esperanza, de que alguien se diera cuenta de su dolor. Pero no, rodeado de extraños que le hablaban y reían desde del otro lado del foso, ese portento reflejo prehistórico lloraba su soledad, en silencio.

Nada de su agilidad de antaño le quedaba, sus parsimoniosos movimientos eran cada vez más lentos y desde el fondo de su alma sonaban a letanía: le dolían las articulaciones.

Y, sin embargo, nadie se percataba de su situación. Todos siempre estaban apurados haciendo nada, preocupados en pulir un nuevo carbón para darle brillo a una ilusión sin valor. Todos se olvidaban de vivir, todos buscaban algo que jamás encontrarían a no ser de que se detuvieran y se dieran tiempo a sí mismos.

A fuerza de años de no hacer nada más que respirar, Colita había aprendido a meditar. A veces se sentaba y parecía como que una sonrisa de piedra se le escapaba y modificaba los surcos de arrugas que dibujaban sus mejillas de antaño. Pero todos sabemos que los elefantes no ríen, ¿verdad?

Fue una tarde como otras mil antes cuando el niño apoyó su mentón en sus bracitos cruzados y pudo ver los ojos del elefante. La visita a Colita había sido una promesa de su padre por sus buenas calificaciones, pero este estaba más interesado en hablar de las futuras elecciones que cumplir a cabalidad con su palabra dada al hijo.

El papá estaba ahí, pero no estaba. Era una figura fantasmal. Caminaba y mientras que él tejía importantes palabras que cambiarían el mundo, como en un juego de ajedrez imaginario colocaba ministros de un lado y juntaba votos del otro, su interlocutor lo alentaba a que siguiera explicando sus geniales planes.

En silencio, los ojos del niño y del paquidermo se conectaron. Era raro que Colita prestara atención a algo en especial, pero en apenas unos instantes se dio cuenta de la inmensa soledad que también acompañaba al niño. Tal vez su inocencia o el hecho de ser huérfano de madre o quizá ese silencioso dolor oculto que llevaba escondido en el pecho como el de Colita hicieron que ambos se entendieran sin emitir un solo sonido.

Grande, eterno, complejo y misterioso, el elefante era la sociedad rodeada de reglas oxidadas que mantenían presas a las personas, a pesar de que todos los días los visitantes eran nuevos, las charlas, y planes eran los mismos de décadas pasadas.

El papá pensaba que era el iluminado, como otros cientos antes, la noria siempre giraba y alimentaba de falso orgullo a los limitados de entendimiento. El niño era inocente y no entendía de esas cosas, pero sí pudo ver lo que los demás no podían: la mirada del elefante, que le mostraba la tristeza de una sociedad presa de mentiras e intereses.

Al amanecer, ni las alegres orejas ni el travieso rabito del elefante saludaron los nuevos rayos del sol. El cuerpo viejo y agrietado estaba quieto y duro envuelto en una fría manta de muerte. Finalmente, había logrado su ansiada libertad.

El niño lo había visto la tarde anterior. Y comprendió que en sus manos estaba lograr el cambio. La vieja sociedad había dejado de existir.

Etiquetas: #ojo#elefante

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