- Por el Hno. Mariosvaldo Florentino
- Capuchino
En este quinto domingo de la Cuaresma, la Iglesia nos ofrece el Evangelio de la resurrección de Lázaro. Este Evangelio también se encontraba en aquel primitivo proceso de preparación de los catecúmenos para recibir el bautismo en la Pascua: vencer las tentaciones (primer domingo), transfigurarse en Cristo, buscar el agua viva, ser curado de la ceguera y hoy resucitar de la muerte.
La muerte es siempre una experiencia muy fuerte y dolorosa en la historia humana, que nos mueve interiormente, aunque la vivamos llenos de fe. Hasta el mismo Jesús, que más que nadie creía en la resurrección de Lázaro, se conmovió y lloró delante de su sepultura, testimoniando la fuerza de su amistad.
La muerte provoca un cambio radical y señala una profunda transformación: sea para el muerto (la sepultura, la descomposición, el juicio...), sea para los que se quedan (habituarse a la ausencia, rehacerse la vida...).
La Biblia, en su pedagogía, siempre nos habla de las realidades espirituales, partiendo de aquellas que ya conocemos en nuestra vida concreta. Por eso, hoy nos enseña que se puede comparar lo que significa la muerte en nuestra vida física con el pecado en nuestra vida espiritual, especialmente aquel pecado que llamamos mortal.
Así como las enfermedades destruyen nuestro cuerpo, el pecado destruye nuestra persona. Y así como necesitamos de una alimentación saludable, practicar algún actividad física, hábitos de higiene y también reposar para mantener nuestro cuerpo en forma, lo mismo nuestra persona necesita de cuidados espirituales, como la participación a los sacramentos, las obras de caridad, la meditación de la palabra de Dios y la oración personal. Todos sabemos que una pequeña enfermedad debe ser curada lo más rápido posible, antes de que se transforme en una enfermedad grave. Lo mismo sucede en nuestra vida espiritual, hasta mismo las pequeñas cosas deben ser evitadas.
Sin embargo, esta analogía entre nuestra vida corporal y nuestra vida espiritual tiene un límite. Este nuestro cuerpo terreno, por más de que le cuidamos tiene su fin y un día se descompondrá, pero nuestro ser personal puede crecer siempre y ni la muerte física es capaz de frenarlo. No obstante esto, no nos olvidemos que también puede suceder lo contrario, esto es, nuestro ser personal puede morir mismo antes de nuestro cuerpo. Los vicios, la maldad, el egoísmo, el pecado pueden hacer de nosotros muertos-vivos. Aunque los ojos se abran pueden ver solo las apariencias, aunque los oídos funcionen, escuchan solo futilidades, aunque la boca hable dice solo cosas superficiales y sin sentido, aunque el corazón lata, no arde de amor por nadie...
Quien, por ejemplo, hoy piensa que el aborto es una cosa natural o un derecho de las mujeres; quien cree que la familia es una organización ultrapasada y que defender la estabilidad del matrimonio es anticuado; quien defiende la sexualidad como una simples fuente de placer o de lucro y que lo único importante es hacer con preservativos; quién piensa que la ciencia es autónoma en relación a la ética, y que se puede hacer cualquier tipo de experimentos; quien promueve la exploración de los otros, la esclavitud, el narcotráfico, la pornografía... son ciertamente personas que ya murieron, aunque sus cuerpos continúen funcionando y aunque se crean muy expertas. En ellas el pecado se hizo mortal. Perdieron completamente la conexión con la vida. Promueven la cultura de la muerte. Ya no saben qué significa ser un humano.
Pienso, que en este domingo Jesús viene a todos los que se encuentran muertos en su vida terrena. Jesús viene hoy a este cementerio. Quiere revelar quiénes somos y cuál es el ideal de nuestras vidas. Quiere enseñarnos cómo ser hombres verdaderamente vivientes.
Existen muertos que no conocieron jamás a Jesús y por eso están sumergidos en esta cultura de la muerte. A estos debemos anunciarlo. Debemos llevar a Jesús hasta la puerta de sus sepulcros para que les grite fuerte: “Vengan fuera”. Para estos la resurrección será el bautismo.
Existen otros muertos que hasta fueron o al menos se creen cristianos, pero que en verdad conocieron poco a Cristo, y delante de las filosofías del mundo, de las tentaciones, de los placeres se dejaron seducir y murieron en su espíritu. Existen algunos de estos que hasta van en la Iglesia, pero creen que en ciertos temas Dios no entra (como la justicia, el aborto, la familia, la ciencia...) y por eso defienden otras cosas. A estos también Jesús quiere resucitar.
Nosotros debemos mover la piedra de sus sepulcros, para que Jesús pueda gritarles con fuerza: “Salgan de la muerte”. Para estos la resurrección es la vivencia auténtica del sacramento de la reconciliación.
Para ambos la resurrección implica la conversión del corazón. Implica desatar las ataduras antiguas y empezar una vida en el espíritu. Conversión es cambiar de dirección. Es redescubrir la fuente.
No debemos desanimar jamás, es importante creer, pues si creemos veremos la gloria de Dios.
La Cuaresma es esto: Que Jesús nos ayude a vencer a la muerte.
El Señor te bendiga y te guarde.
El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la paz.