- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Luis María Duarte González tenía 33 años cuando perdió la vida durante un atentado terrorista en un hotel de Kabul (Afganistán). Estaba en misión de observador del Instituto Nacional Demócrata (IND), una organización no gubernamental de los Estados Unidos. La muerte se había cebado con algunos de los jóvenes más deslumbrantes del Partido Nacional Republicano. Y él fue una de sus víctimas elegidas. El aciago círculo de fuego se cerró abruptamente sobre una figura intelectual con futuro de grandeza. Sus primeros escritos ya denotaban una calidad excepcional que continuarían las huellas de quienes forjaron la impronta social de la Asociación Nacional Republicana.
Aunque nunca tuvimos un trato directo, bastó que compartiéramos dos o tres conferencias en calidad de oradores para justipreciar el temple moral y la consistencia académica de un talento que pedía espacios en un ambiente plagado de oportunistas, mediocres y aventureros. Inquieto y de múltiples actividades, como todo genio creador, fue funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores, catedrático en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales y de la Escuela de Ciencias Políticas y Sociales, de la Universidad Nacional de Asunción (UNA); del Instituto de Altos Estudios Estratégicos (IAEE) y de la Academia Diplomática y Consular “Carlos Antonio López”.
En el 2004, con 23 años –consigna su biografía– desempeñó la función de Asesor Diplomático de la Vicepresidencia de la República, ejercida entonces por Luis Alberto Castiglioni. En el 2008 pasó a ocupar el cargo de Asesor de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de Senadores. Y un día –confesaba su acongojado padre, ingeniero Luis Duarte– decidió irse del país “porque aquí no me valoran”.
Como presagiando su destino trágico, quiso hacer mucho en el menor tiempo posible, diría uno de los biógrafos de Blas Garay. Y fue precisamente Garay, primer mártir del periodismo paraguayo, el que inaugura ese ciclo de tristezas que priva prematuramente al país y al coloradismo de sus mentes más ilustradas. Una bala cortó su vuelo señorial cuando apenas tenía 26 años y agonizaba el siglo XIX. “Fue el primer paraguayo –diría el doctor Cecilio Báez en su oración fúnebre– que acometió la labor patriótica de escribir un ensayo de historia nacional y una monografía de la ‘República de los Jesuitas’, revelando hechos no conocidos antes por ningún historiador americano”.
Y fue en 1920 cuando la “fatalidad se enseñorea con el Partido Colorado y con la Patria”. El 13 de enero fallece Ricardito Brugada, el agitador y organizador de los obreros; el 10 de marzo muere el doctor Ignacio A. Pane, quien, al decir de Justo Pastor Benítez, “llevó la cátedra al Congreso de la Nación”, y el 20 de setiembre, el doctor Antolín Irala, el canciller más joven de la República, quien nos legó cultísimos escritos en defensa de la soberanía nacional.
El mayor de todos fue, justamente, este último, quien apenas bordeada los 40 años. Luis María parecía atraer a todas estas personalidades en su versátil vocación: la misma pasión por la investigación histórica que Garay; la política de las clases populares de Brugada; la política como ciencia, de Pane, y el arte de la diplomacia de Irala. Y como todos ellos, también se fue temprano.
De las publicaciones póstumas de Luis María Duarte González heredamos “José Irala, política y diplomacia paraguaya a principios del siglo XX”, “Política y diplomacia paraguaya durante el gobierno de Liberato Rojas” y “El gobierno de Pedro P. Peña y otros escritos”. Períodos poco explorados de nuestra historia. Como el convulsionado gobierno de Rojas (padre del teniente Adolfo Rojas Silva) en aquel no menos agitado año de 1911, quien tuvo que enfrentar un motín cuartelero el 31 de julio y una revolución encabezada por otra fracción de su propio partido (Liberal) en noviembre de ese mismo año. Fue cuando el doctor Antolín Irala asume al frente del Ministerio de Relaciones Exteriores. Y su otra obra desarrolla el breve gobierno (del 28 de febrero al 22 de marzo de 1912) de quien sería, luego, varias veces presidente de la Comisión Central del Partido Nacional Republicano, Pedro Pablo Peña.
No es casualidad que, en estos días en que se cumplía el noveno aniversario del fallecimiento de Luis María Duarte González, estuviera trabajando en una nueva edición de “Moral política” (1918), de Juan León Mallorquín. “En medio de ese laberinto de bajas pasiones, de cálculos y mercantilismo político, para bien de la humanidad surgen, también, como florescencias raras entre las malezas, las figuras descollantes de los caracteres firmes, incorruptibles, de los hombres virtuosos. Son los espíritus escogidos por la naturaleza que, por su patriotismo, por su moral política, por la visión superior de las cosas de su tiempo, su abnegación y altruismo imprimen rumbos definidos a las sociedades políticas, encauzándolas hacia el progreso.
Estos son los mejores que buscamos, los astros de primera magnitud. Pero también las estrellas se clasifican en categorías de magnitudes, según la intensidad de su brillo. La fórmula última del problema se reduce, entonces, a elegir a los mejores, cuya síntesis son la virtud y el carácter”. Ese es el vacío que nos deja este joven e irremplazable intelectual republicano. Y, tenemos que lamentarlo, espacio que está siendo usurpado por aquellos que, bajo la apariencia de “los mejores”, no tienen ningún pudor en saltar, en tiempo récord, del discurso de la impugnación infame y la denigración cobarde a la exaltación servil a la misma persona. “Estas turbas de aventureros y de vividores son los peores –aclara Mallorquín–, los más funestos para los gobiernos libres y la soberanía popular. Constituyen la mayor rémora que puede imaginarse para la cultura y el ideal de justicia que persigue la democracia”. Es, en este escenario en que abundan los inescrupulosos y bufones y escasean los héroes, cuando se acrecienta, a nueve años de su partida, la nostalgia por la ausencia de Luis María Duarte. “Así pasó por la vida –homenaje de Manuel Gondra a Blas Garay– aquel meteoro luminoso de extraordinario fulgor”. Que el infortunio se apiade de nosotros.