En los inicios de la Iglesia, cuando los cristianos eran una minoría, las personas que manifestaban interés en dejar el paganismo y convertirse al cristianismo, debían hacer un largo período de formación que se llamaba catecumenado.
Este tiempo servía para conocer mejor la propuesta cristiana de vida y para poder adaptarse a ella. Solamente después de algunos años de formación ellos podían recibir el bautismo, eran ungidas con el óleo del crisma y participaban en la eucaristía, en una sola celebración, que se llamaba iniciación cristiana. Los catecúmenos no podían participar de la misa, solo podían quedarse en la iglesia hasta la homilía y las peticiones, después tenían que salir de la iglesia (solamente se quedaban los que ya podían comulgar). Cuando los catequistas y la comunidad reconocían que el catecúmeno estaba suficientemente maduro para ser un auténtico cristiano, entonces se iniciaba la preparación inmediata para recibir los sacramentos de la iniciación (bautismo, confirmación y eucaristía). Esta preparación se hacía en la Cuaresma y los tres sacramentos eran celebrados en la gran vigilia de la noche de pascua.
También la Cuaresma era el tiempo especial para la reconciliación de aquellos que habían pecado gravemente, para aquellos que de algún modo habían perdido la gracia del bautismo, el don del Espíritu Santo y habían roto con la comunión eclesial. Los pecados graves eran básicamente tres: el adulterio (impureza, lujuria), el homicidio y la idolatría (abandonar la Iglesia, recurrir a la magia...).
Estas personas que después de haber hecho toda la preparación al bautismo, habían caído en uno de estos pecados tenían que hacer muchos años de penitencia pública y cuando el obispo creía que estaban listos para reempezar la vida cristiana, al principio de la Cuaresma les colocaba cenizas en la cabeza y empezaban cuarenta días de mucha oración, ayuno y humillaciones (por ejemplo mientras habían celebraciones en la iglesia estos penitentes se quedaban de rodillas en la puerta de la iglesia pidiendo a todos los que entraban que rezaran por ellos). El Jueves Santo por la mañana toda la comunidad se reunía y presididos por el obispo celebraban la reconciliación, esto significaba la readmisión de estas personas en la comunidad cristiana. (Al inicio esta reconciliación era posible solamente una vez en la vida).
Es muy importante tener presente este contexto eclesial para poder entender bien el mensaje de cada celebración dominical en la Cuaresma. Toda la comunidad cuando celebraba la eucaristía tenía los ojos y el corazón vueltos a estas dos realidades: los catecúmenos y los penitentes. Sin olvidar que era un tiempo de renovación para todos. Era con este espíritu que cada cristiano escuchaba en el primer domingo de la Cuaresma el Evangelio de las tentaciones de Jesús, en el segundo de la Transfiguración, en el tercero de la Samaritana y en este cuarto domingo el Evangelio del ciego de nacimiento, y así los otros que vendrán.
Con respeto al Evangelio del ciego de nacimiento que tenemos en este domingo, hablando espiritualmente, podemos decir que todos nosotros nacemos ciegos. Desde el pecado de Adán, todos nosotros, sus hijos, nacemos en las tinieblas, tenemos una tendencia hacia el mal. Desde pequeñitos somos superegoístas, celosos y solo nos interesa lo que nos da placer.
Es el proceso de educación que en cierto modo nos va moldeando y haciéndonos crecer. Se pueden tomar tres direcciones en este desenvolvimiento:
-podemos crecer, pero solamente en tamaño, continuando siendo infantiles en nuestro egoísmo, en nuestros celos o en nuestro deseo de placer, de comodidad y sin querer ninguna responsabilidad (infelizmente parece que hoy muchos están creciendo así).
-podemos crecer aprendiendo a controlar un poco o a disfrazar nuestras malas tendencias, para al menos hacer posible una cierta convivencia, pero sin renunciarlas y al final siendo conducidos por ellas.
-o entonces en algún momento de nuestras vidas descubrir que estas tendencias deben ser combatidas, que nuestro ideal de vida está en vencerlas, que no podemos dejarnos dominar ya sea por el egoísmo, ya sea por los instintos. Es solo cuando descubrimos que el motor de toda nuestra vida debe ser únicamente el amor, que florece en el deseo de servicio, de respeto y de justicia.
Esta tercera vía es aquella auténticamente cristiana y significa para nosotros la vía de la iluminación, de la sanación de nuestra ceguera de nacimiento. Así como aquel ciego del Evangelio tuvo que ir a la piscina de Siloé, nosotros un día fuimos llevados a la pileta del bautismo. Nosotros allí recibimos la luz de Cristo, que quiere hacer disipar todas nuestras tinieblas. Desde el bautismo, y también con los otros sacramentos, empezamos a recibir la ayuda eficaz del Espíritu Santo que nos abre los ojos y nos hace percibir que nuestra vida no tiene sentido si está fundada sobre el egoísmo. Empezamos nuestra lucha para vencerlo. Sin embargo, Dios tiene que abrir nuestros ojos, Él tiene que iluminarnos. Sin el auxilio de su gracia nosotros ni nos damos cuenta que estamos en la vía equivocada.
Como en general nosotros fuimos bautizados pequeñitos, nuestros padres tenían la misión de educarnos en la fe, de ayudarnos desde chicos a vencer nuestra maldad, pero ciertamente la parte mayor de este combate lo debemos hacer ahora nosotros. Los primeros cristianos tenían que conocer y conformarse a Cristo en su modo de vivir y actuar ya antes del bautismo, nosotros al revés debemos hacerlo ahora. Por eso, la Cuaresma adquiere para nosotros un significado aun más fuerte.
Somos invitados también nosotros a la regeneración, a nacer de nuevo, a bañarnos en la piscina de Siloé, que en nuestro caso es la confesión, y viviendo este tiempo fuerte de penitencia y oración llegar renovados a la celebración de la pascua de Cristo, victoria de Dios sobre el mal y la muerte, que quiere ser también nuestra victoria.
El Señor te bendiga y te guarde,
El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.