EL PODER DE LA CONCIENCIA
- Por Alex Noguera
- Periodista
- alexnoguera230@gmail.com
En apenas 15 días, el 2 de abril, la Semana Santa inicia con el domingo de Ramos y luego como por arte de magia todo se acelerará con las compras y el trabajo adelantado hasta el miércoles al mediodía, cuando todo se detiene y “la reflexión” comienza. O al menos debería.
No hizo falta el peligro de la entrada de la gripe aviar al país para que subiera el precio de los huevos, ingrediente esencial para elaborar la tradicional chipa, así como el almidón, el queso Paraguay, la cerveza, etc. Bueno, cada uno tiene su propia receta, ¿verdad?
Eso me hace recordar al finado don Melgarejo, un vecino muy apreciado por todo el barrio, que cada año por estas fechas cumplía el mismo rito de siempre. A pesar de no ser un hombre al que le sobrara el dinero, sí gozaba de toda la libertad del mundo puesto que recorría las veredas de todos con las manos en los bolsillos, en los que siempre guardaba una ración generosa de coquitos, que se pasaba masticando sin parar.
“Melga” tenía su propia receta secreta de chipa. Cada año era igual. A las 3:00 de la mañana ya se levantaba, aunque lloviera, para elegir la mejor leña que usaría en su tatakua. No permitía ni que su mujer ni que sus hijas se metieran en lo que él considerada sagrado; la mezcla de los ingredientes. Así solo él sabía de qué estaba compuesta esa masa que ya era conocida –y sobre todo temida– por todos los parientes y circundantes del vecindario.
Y desde las 5:00, religiosamente, durante cuatro horas “el experto” amasaba con furia ese intrincado menjunje de sabores, para finalmente darle forma y con las hojas de banana que cortaba en el fondo de su patio metía al horno de barro, que más parecía la puerta del infierno que una posibilidad de gloria.
El resultado era consabido. Para los novatos era la razonable duda o al menos una instintiva sospecha; para los que habían probado antes esa chipa… era para espantarse.
Aun así, la generosidad de “Melga” no tenía límites y ofrecía a todo el mundo el fruto de su esfuerzo con la mejor sonrisa. Los amigos aceptaban con el mayor cinismo el regalo y le devolvían el gesto con la más falsa sonrisa que pudieran imaginar. Y así, el lunes después de Pascua, dentro de las bolsas de basura que esperaban al camión recolector estaban escondidas todas esas amedrentadoras bolas que “Melga” llamaba chipa. Nadie se arriesgaba a dar ese peligroso elemento ni siquiera a algún perro callejero, menos a su propia mascota. A no ser que la odiaran.
El bueno de Melgarejo tenía otra característica. Siempre recibía en esas ocasiones a personas que le pedían comida –y bebida– que se decían “muy pobres”. Y el larguirucho bigotón, como era conocido, en su extrema inocencia, compartía con resignado disgusto familiar el alimento que tenían para la mesa.
Los avivados eran los de siempre, los haraganes que no trabajaban y que querían tomar y comer sin mover un dedo.
No sé si “Melga” se daba cuenta de esa estafa sentimental de la que era víctima, pero su espíritu religioso le conminaba a compartir el pan (y sobre todo a pedido de los “invitados”, el vino) con los más necesitados.
Todos estos recuerdos se confabulan para convertirse en nostalgia del ayer, pero volviendo al presente, esta anécdota sirve para entender que es tiempo de reflexionar, ya que en pocas semanas también llega el 30 de abril, fecha clave para decidir sobre nuestro futuro en los próximos cinco años.
Unos, como Melgarejo, se pasan la vida trabajando porque el trabajo es la única opción válida para salir de la pobreza. Otros, como los avivados del buen bigotón, se pasan estafando y mintiendo a los demás, y aprovechándose de su bondad para seguir viviendo sin trabajar y bebiendo y comiendo el fruto del esfuerzo ajeno.
No nos dejemos engañar con las promesas de un mundo mejor sin trabajar. Esa receta es más falsa que la chipa de Melgarejo.