En campaña política, hay malas compañías. La desesperación, la angustia, la imprudencia, el exceso de seguridad sobre el futuro y eventuales resultados, la falta de planificación, no contratar a asesores profesionales y, lo que es peor, no escucharlos, hablar mucho sin decir nada, intentar presentarse públicamente como alguien que en realidad no se es, creer que cada retuit o me gusta es un voto por sí solo, creer que las encuestas, la publicidad o el merchandising son un gasto. Otros errores comunes de políticos e incluso de a quienes se les paga para asesorar es creer que el candidato no debe ser el mensaje, sino la noticia; la mayoría lo confunde, por ignorancia o por dejadez, cuando que en realidad es muy sencillo: si el candidato es el mensaje, eso se transforma en votos; por el contrario, cuando el candidato es noticia, ocupa páginas, segundos en televisión y unos minutos en radio, nada más que eso. Seguramente servirá para alimentar el pantagruélico ego de algunos, pero para nada más.

Siguiendo con los no de toda campaña electoral, la incontinencia verbal suele ser fatal. Ninguna batalla anunciada produjo bajas de consideración en el enemigo. Lo que se va a hacer no se adelanta, ni mucho menos se explica o justifica; sencillamente se hace. En el campo digital, estar en una red social, tenerla simplemente porque un sobrino que está en el probatorio nos lo recomendó es casi una demostración de demencia. Las redes deben ser útiles y estratégicas y aportar valor a la campaña, hay que saberlas usar y no permitir que el candidato ni la campaña sean usados por las redes. Tener una red (la que sea) y no saberla usar ni saber los códigos propios de cada una de ellas es como subirse a un ring con el campeón mundial de los pesos pesados a ver qué onda. Creer que la cercanía se transmite con un spot o una foto comiendo en el mercado se parece más al ridículo que a la cercanía. La cercanía es una actitud, no un spot ni una foto con un par de likes.

Las elecciones se siguen ganando con votos y eso no lo van a cambiar los algoritmos ni la tan cacareada inteligencia artificial. Puedes hacer muchas cosas, pero si no llevas votos a las urnas, no estás haciendo nada. Lo mismo pasa con un tema que se vio la semana que pasó y que se intensificará a medida que se acerquen más el 30 de abril. La semana que pasó nos enteramos de que el batiburrillo es un invento de un familiar de Efraín Alegre; al día siguiente, nos prometió que nos iba a regalar a todos el monto de las boletas de la Ande, también (aunque luego borró su tuit y lo corriguió vai vai) nos anunció que va a eliminar los exámenes de ingreso en las facultades y universidades públicas.

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Estamos llegando a niveles que ni el mejor medidor de disparates soporta, porque estamos ante una de las peores compañeras que se puede tener en campaña política: la desesperación. Aquí es oportuno enmarcar la agenda con los conceptos correctos y no endilgarle toda la responsabilidad a nuestro viejo y buen amigo: el populismo. Porque, en realidad (y eso ya se está viendo en algunas encuestas que aún no se publicaron), el problema del candidato azul son su imagen y credibilidad. Esto es, puede prometer lo que sea, pero en realidad el porcentaje del electorado que le cree viene en picada. Es cada vez menor. Es más probable que los votos que consiga sean por el anticoloradismo recalcitrante que exuda, ya que hay un sector del electorado que espera eso, pero definitivamente no será porque le hayan creído algunas de sus disparatadas propuestas ni mucho menos porque lo vean con la capacidad de gestión requerida.

La política, esa mala palabra que empieza con p y termina con a, nos exige mayor madurez a la hora de plantear alternativas y soluciones. Tratemos de estar a la altura de lo que nos pide, de esa manera, nos evitaremos que se la siga dinamitando desde oscuros escritorios de medios de comunicación y oenegés.

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