Históricamente, Paraguay ha logrado lidiar con mayor o menor éxito en los muchos intentos que ha sufrido cuando se pretendió imponer desde el exterior alguna iniciativa que en ese momento preponderaba en el mundo. Ha habido oleadas en el transcurso del tiempo similares a las que estamos teniendo ahora. Cuando hemos sido los paraguayos quienes introducimos estas oleadas, el secreto mejor guardado es el hecho que los paraguayos le hemos puesto nuestra propia mirada e impronta, aunque a más de uno que se suma a cada moda impuesta globalmente pueda darle un soponcio. Hoy más que nunca tiene mucho mérito no dejarse engañar por las ideologías que pretenden infectarlo todo de politiquería barata y enfrentamiento.
A la par, hay toda una realidad paralela inventada para distraernos de lo que sí pasa y de lo que tenemos que hacer. Así tenemos, por ejemplo, mandatos que pretenden decir a nuestros niños con qué deben jugar, que relegan a las familias a un papel mínimo a la hora de construir el modelo de educación que nuestros hijos van a consumir, pretenden enseñar a las mujeres cómo ser mujer, infundir el odio a los empresarios o a todo aquel que pretenda emprender y generar empleo.
Mientras tanto, los números de violencia familiar no cesan su crecimiento. Los violadores (incluso los de niños) siguen libres gracias a atajos y chicanas legales y el mal llamado microtráfico de drogas es cada vez más macro y menos micro. Pasa igual con los números de desempleo, el déficit de vivienda, la inseguridad, la pobreza y la salud pública. Hay toda una estructura perfectamente aceitada para conducirnos al desánimo y al agravio entre paraguayos. Se disparan los casos de suicidio, pronto veremos (una vez más) lo poco eficiente que es el servicio de merienda y almuerzo escolar. El primer empleo para los jóvenes es una quimera que los empuja a las drogas y la delincuencia. Con el argumento de la ideología y la moda global, se está asfixiando el rigor académico y científico, el entusiasmo y la alegría, y nunca ha habido tanto miedo en los adolescentes y jóvenes por culpa de la cultura de la cancelación. De aquellos frescos aires de libertad de los noventa y el primer decenio de este siglo, hoy estamos ante un oscurantismo y persecución del que piensa distinto, digno de la edad media o de la más sangrienta de las dictaduras: la del pensamiento. Nos rige el miedo al escrache, la censura y la exclusión de todo aquel que ose disentir o salirse del montón. Hay policías de la corrección política en cada rubro que uno pueda imaginar.
La política, esa mala palabra que empieza con p y termina con a, nos muestra que la educación de calidad debe ser la gran reconocedora del mérito y a la par del talento. Sobre todo, de principios tan fundamentales como democráticos, como reconocer que cada persona es única e insustituible, que cada uno puede ser dueño de su propio destino, si se le otorgan oportunidades. Por eso, la educación basada en el mérito verdadero y justo, y en el esfuerzo, debe ser el verdadero ascensor social. Nadie debería quedar fuera ni mucho menos sobrar, porque sencillamente no hay talento, ni proyecto, ni capacidad que pueda despreciarse. Para aquel que lo pequeño no es nada, lo grande no es grande.
El fin de esta educación y de estos esfuerzos que debemos asumir como sociedad y en comunidad apuntarán a, no las notas en sí mismas, ni los títulos; aunque los mismos son imprescindibles para ser justos y evaluar, porque sin calificaciones no hay justicia educativa, pero que sean necesarias no implica que sean el objetivo en sí mismas. Nuestra obligación y la de la próxima administración que asumirá en agosto debe ser la de una educación que apunte al alumno, prepararlo para el empleo o para emprender, que son esenciales para ganarse la vida, sobre todo que el alumno sepa y aprenda. Que tenga los elementos para saber quién es, de dónde viene y a dónde va. Así, los niños, jóvenes y adolescentes evitarán que nadie los engañe o dejarse influenciar con mentiras identitarias, colectivistas, globalistas ni victimistas. La igualdad y la justicia empiezan por darle al alumno el legado cultural propio bajo un modelo paraguayo. En el caso nuestro, es el legado de una Nación que ha sabido sobreponerse y levantarse con esfuerzo y sacrificio y que ya ha alcanzado, con el gobierno de Horacio Cartes, números muy alentadores que nos dan un indicio de que si se administra con honestidad y compromiso, se puede. Una Nación paraguaya y a cuyos ciudadanos a la que aún le aguardan sus mejores días.