- Por Mario Ramos-Reyes
- Filósofo político
El año 529 marcó el inicio de la Edad Media y el fin de la antigüedad. Ese año se cierra la Academia Platónica de Atenas, y, al mismo tiempo, se funda el Monasterio de Montecasino por Benito de Nursia (480-547). Se daba inicio a una época que duraría mil años y que, en su sabiduría perenne, armonizaría la fe y la razón. La de la civilización cristiana. Una época que está languideciendo, ahogada por una modernidad iluminista y las ideologías totalitarias en su afán de volverla una pieza de museo.
En el 2005, el cardenal Ratzinger, eligiendo el nombre de Benedicto XVI, quiso recuperar esa memoria. En una recordada homilía poco tiempo antes de ser electo, advertía del relativismo dictatorial que comenzaba a azotar a una cultura occidental exangüe, en decadencia. El entonces nuevo pontífice, heredero de una cultura clásica incomparable, pero con una mirada atenta a la historia cotidiana, se convertía en el heraldo de una sabiduría cristiana multisecular. El contexto se mostraba oscuro, fragmentado, emotivista, un mundo que rechazaba la razón, la creación, la verdad, una cultura, sin más, posmoderna. Con su fallecimiento, en el último día del 2022, se marcan más de quince años de aquel inicio que el mismo papa Ratzinger, hace cincuenta años –en 1958– lo había profetizado: la de una Iglesia que “ya no es, como lo fue antes, una Iglesia compuesta por paganos que se han convertido en cristianos, sino una Iglesia de paganos, que todavía se llaman a sí mismos cristianos, pero que en realidad se han vuelto paganos. El paganismo reside hoy en la Iglesia misma, y precisamente esa es la característica de la Iglesia de nuestros días”. De ahí que esta debería comenzar pequeña. Una comunidad de creyentes que se eduque en la tradición y la autoridad, la razón y la fe, y la libertad.
LA AUTORIDAD
Benedicto XVI irradiaba autoridad. Pero no solamente por su investidura eclesiástica, sino por el destello de su personalidad –operari sequitur ese– que se reflejaba en sus palabras medidas, sus escritos reposados, sus reflexiones profundas. Y en sus silencios significativos –luego de su misteriosa renuncia en el 2013 y convertirse en emérito– ante la miríada de afirmaciones doctrinarias falsas, erróneas e imprudentes de tantos prelados. Su autoridad intelectual era incuestionable. Un pensador, como casi no hay más. Hombre de inmensa cultura: como San Agustín, o San Ambrosio, o un San John Henry Newman. Aquel célebre debate sobre las bases prepolíticas del Estado liberal en el 2005, con el filósofo Jürgen Habermas, reflejaba un saber enciclopédico. Nada le era ajeno: las Sagradas Escrituras, la filosofía clásica y moderna, la historia y la política, el derecho y las ciencias, las lenguas clásicas: el griego y el latín. Por su supuesto, el hebreo y las lenguas modernas. La literatura. ¿Qué más? Ahh, la música: ¡su bienamado Mozart!
Benedicto XVI era la persona adulta de la casa, en un mundo y, sobre todo, en una Iglesia católica donde la fascinación por las “novedades” del mundo ha generado una crisis de fe y moral en tantos. Es que “lo que para generaciones anteriores era sagrado” –había remarcado al recuperar la liturgia tradicional en su “Motu proprio” del 2007– “sigue siendo sagrado y grande para nosotros también, y no puede ser de repente totalmente prohibido o incluso considerarse dañino”. Restaura el uso canónico de la antigua misa de tantos santos que nunca, se debe recordar, se había abrogado. Benedicto XVI irradiaba confianza, finalmente, pletórica de fe y esperanza, una luz-guía en una barca aparentemente a la deriva. Cuatro han sido las características de un padre de la Iglesia desde hace siglos: fidelidad a la doctrina, santidad de vida, antigüedad y perennidad en su enseñanza y aprobación de la Iglesia. ¿Podrían caber dudas de que el papa Ratzinger llenaba estos requisitos?
LA RAZÓN Y LA FE
Los cristianos no somos imbéciles. Ni los católicos idiotas. La razón tiene su papel y autonomía: “la razón que reflexiona hasta lo más profundo de su naturaleza descubre su origen en otro”, nos dice Ratzinger. Aun más, no se comprende a sí misma sin el asentimiento de ese otro. Sin esa corrección, se vuelve lentamente en totalitaria. La razón necesita de la fe “si no quiere perder una orientación razonable en un callejón sin salida…”. El papa Ratzinger, paradójicamente, coincide con la tesis de la Dialéctica del Iluminismo de sus compatriotas T. Adorno (1903-1969) y Horkheimer (1895-1973): una razón que se despoja de la tradición, la religión, la historia, se destruye a sí misma.
El cristiano afirma la dignidad de la razón, abierta a toda la realidad, no reducida a su dimensión material. Como personas, somos imagen de Dios, y como tales, participamos del logos creador. Podemos conocer la verdad de las cosas. De ahí que Benedicto XVI pedía siempre el diálogo entre la fe cristiana y la razón secularizada. Una correspondencia necesaria. La tradición católica no es voluntarista. Una cuestión es verdadera no porque la afirme o quiera la religión, sino Dios la afirma porque es verdadera. Es cierto: hay pretensiones voluntaristas e irracionales en ciertas tradiciones religiosas como la islámica, como lo advirtió en su celebre discurso en Ratisbona en el 2006. Lo que le costó amenazas, incluso para su vida. Pero el catolicismo es razonable, no porque uno lo quiera o desee, sino porque la razón limita los excesos de la religión misma, así como la fe purifica la razón. Es el abismo que introduce el hecho de Cristo en el mundo antiguo. Y en el nuestro. Sin la revelación cristiana, no hay posibilidad de racionalidad, dignidad o derechos humanos.
EL ESTADO DE DERECHO Y LA LIBERTAD
Por supuesto, a este punto ya se nos acusará de fundamentalismo, e intolerancia. Pero la verdad es otra. El papa Ratzinger defendió el Estado de derecho y la libertad. Veamos lo primero. Fue precisamente el “matrimonio precristiano entre el derecho y la filosofía” –decía al Parlamento alemán en el 2011– el que “abrió el camino que condujo a través de la Edad Media cristiana y los desarrollos jurídicos del Siglo de las Luces hasta la Declaración de los Derechos Humanos y nuestra Ley Fundamental alemana de 1949″. Derechos que reconocen la dignidad de la persona y la ley natural. El Estado no crea esos derechos. Los asume. Un rechazo del positivismo legalista, pues cuando el poder se separa del derecho y su fundamento en la moral natural, el Estado destruye al derecho. Fue la tragedia del pueblo alemán durante el nazismo, reconocía humildemente el papa Ratzinger ante la mirada atenta de la ex canciller Angela Merkel. Exhortaba y aseveraba que “servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político”.
Miremos ahora a la libertad. Para Ratzinger, el orden político exige una razón pública razonable. Es secular. No es secularista ni laicista. Tampoco fundamentalista, puesto que no provee desde las Sagradas Escrituras un orden jurídico ni menos un sistema político concreto. Afirma sí, lo que se ha dicho muchas veces, la sana laicidad. Esto es un Estado moderno laico, pero nunca neutro con respecto a los valores, sino uno que abreve en las fuentes de la ley moral natural abiertas por el cristianismo. ¿Qué implica esto? Que, a diferencia de otras religiones, el cristianismo no ha impuesto un derecho revelado al Estado, o un ordenamiento legal divino. Más bien, la ley de Dios se ha mediado a través de la naturaleza, la razón y la libertad, como fuente de los ordenamientos jurídico-políticos.
La defensa de esta postura, el papa Ratzinger la hizo de manera precisa en su discurso al Parlamento británico, en el Palacio de Westminster, en el 2010. Mientras alababa el sistema constitucional inglés donde “se ha configurado como una democracia pluralista que valora enormemente la libertad de expresión, la libertad de afiliación política y el respeto por el papel de la ley”, pero al mismo tiempo, expresaba su inquietud por “la creciente marginación de la religión, especialmente del cristianismo, en algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la tolerancia”. La libertad religiosa y de conciencia se han estado suprimiendo, fruto del avance del totalitarismo blando de la época iluminista posliberal. Un tiempo nihilista, sin valores.
Lo que no obliga a volver al principio. ¿Qué hacer? Para el papa Ratzinger, la respuesta es obvia: volver a Jesucristo, el camino, la verdad y la vida, y la Iglesia, con todas sus insuficiencias, es verdaderamente su cuerpo. ¿Pero cómo y dónde comenzar? Ratzinger, que precisamente por eso eligiera el nombre como papa de Benedicto, expresaba: como san Benito. Desde una pequeña comunidad, que anuncie a la fe cristiana, fe inteligente –intellectus fidei– donde la verdad de la razón y la fe se sumerjan en la caridad, el amor a Cristo, el mismo Dios cuyo rostro, el papa emérito estará contemplando ya en la eternidad.