• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

La pesada lápida bajo la cual se sepultará para siempre cualquier atisbo de reivindicación de este gobierno son las 19.630 personas fallecidas (hasta hoy) por el covid-19. Porque miles de estas muertes podían haberse evitado, si no fuera por la brutalidad de un régimen inconsciente de su propia responsabilidad, enamorado de la mediocridad, rebosante de soberbia, ignorante para enfrentar las crisis, sin tino para los ejercicios de previsión y sin pulso para auscultar los latidos sociales, pero descarada y deliberadamente corrupto. Sus figuras más representativas, “lideradas” sin liderazgo por el presidente de la República, Mario Abdo Benítez, jamás se prepararon para gobernar. Solamente para robar. Abordaron la nave del Estado con la voracidad de filibusteros que estuvieron largos años a la deriva. Seguramente, ya habremos gastado muchas veces la misma metáfora para describir a esta administración cuya obsesión por el poder va en consonancia con su obsesión para enriquecerse por los atajos de la ilicitud. Pero el abono de la memoria amerita las redundancias.

Desde el inicio de su mandato, los Marito’s boys (versión empeorada de los “muchachos de Chicago”, lo que ya es mucho decir) dieron angurrientos manotazos a los recursos del Tesoro y a los gastos sociales –disfrazados de ayuda institucional– en Itaipú y Yacyretá. Si continuamos claudicando ante la impunidad, ninguna gestión podrá garantizar el futuro de este pueblo tan maltratado como sufrido. Los ejecutores de estos latrocinios (fraude o hurto contra los bienes públicos) no solo deben ser juzgados y condenados por la Justicia y la opinión ciudadana, sino que también deben reponer el daño causado al erario y a la sociedad.

La pandemia pudo haber sido la ventana de redención de un gobierno que emergió bajo la invocación perversa de una dictadura sangrienta y putrefacta. Pero el inefable Marito –más que diminutivo suena a despectivo– prefirió el camino de la soberbia, igual que su añorado ídolo, el general Alfredo Stroessner, de la altanería preponte y de la arrogante ceguera que impiden visualizar los vicios, defectos y debilidades, para canjearlos por una gestión sin mácula, concebida así únicamente por él en su presumida irrealidad. De un saque despilfarró 1.600.000.000 de dólares, préstamos aprobados a ojos cerrados por el Congreso de la Nación, prácticamente un cheque en blanco, para buscar mecanismos y estrategias que puedan suavizar el impacto de un virus que ya estaba haciendo estragos en el mundo.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Un siniestro ministro de Hacienda, Benigno López, hermano del presidente de la República, se encargó de recoger las ofrendas para la Corona, previo paso por su propio Puerto Preciso, en tanto que un coro angelical de periodistas le hacía de comparsa en todos los programas de televisión donde era la estrella invitada. Mientras los aduladores mediáticos se quedaron haciendo piruetas, el nefasto Benigno López tuvo el olfato para huir a tiempo de los vientos recios que se acercaban, logrando colarse en un organismo multilateral. Previo al viaje, nos dejó como legado una machucada ley de responsabilidad fiscal y un rotundo cero en crecimiento económico en el 2019, antes de que el coronavirus –como dije aquel 1 de mayo del 2020– fuera el pretexto para justificar el descalabro de una nave que ya venía zozobrando.

Hacia ese mayo del 2020 la corrupción ya era una epidemia dentro de la pandemia. Para el mandatario, las críticas y denuncias de corrupción apenas eran “errores”. Casi insignificantes. Por eso decíamos en aquella oportunidad: “Le temblaron las manos –al presidente– para dar de baja a los funcionarios públicos desleales y capituló ante la impunidad por la vía de las renuncias”. A pesar de la contundencia de las pruebas públicamente exhibidas, ninguno fue destituido. A todos se les pidió amistosamente sus renuncias. Es que resulta complicado sancionar a los cómplices. Como solía repetir Euclides Acevedo: “Es el delito y no la virtud el que genera los lazos más fuertes”.

En ese primer año de la pandemia, desde la frialdad de las estadísticas, la cantidad de decesos por el covid-19 alcanzó índices tolerables. Cerró el 2020 con 2.262 fallecidos. Más que por la lucidez previsora de las autoridades fue por la conciencia social demostrada por la ciudadanía al aceptar puntillosamente las restricciones sanitarias. Encerrados en nuestras casas, los gobernantes robaban con absoluta libertad e impunidad. Jamás se prepararon para lo peor. Tiempo perdido, recursos despilfarrados y desviados hacia dominios privados. La miserabilidad humana alcanzó sus picos extremos. El entonces ministro de Obras Públicas y Comunicaciones (MOPC), Arnoldo Wiens, y actual precandidato presidencial, se mostraba ante los medios detallando los futuros hospitales de contingencia. Pero solo eran fotos para engordar su vanidad para hacer juego con su abdomen. El maquillaje de los hospitales de contingencia se desvaneció en la primera arremetida. El Gobierno no construyó plantas procesadoras de oxígeno, ni compró insumos y medicamentos. Pagó por vacunas que jamás llegaron. La que sí llegó como un tornado arrasador fue la propagación del virus. Saturados los hospitales (sin insumos ni medicamentos), la gente empezó a vender y rematar todo lo que tenía ante la desesperación de salvar al familiar en agonía. Un humilde trabajador hasta le suplicó públicamente al presidente de la República, recibiendo una burla desalmada como respuesta. ¿El resultado? El 2021 se despidió con 16.629 decesos a causa directa del covid-19.

Esta es la trágica herencia de este gobierno de ladrones, ineptos, improvisados y mediocres. En algo tiene razón el mandatario, cuando le pide al pueblo que mire los hechos. Son los hechos, precisamente, los que condenan a su administración con su marca de fuego. El dictador Alfredo Stroessner solo es recordado en la historia por sus crímenes. Al gobierno de Abdo Benítez le espera el mismo destino. Buen provecho.

Dejanos tu comentario