- Por Eduardo “Pipó” Dios
- Columnista
Estamos discutiendo en estos días la famosa “transformación educativa”. Primero, pongamos en claro algunas cosas, la primera y principal es que la educación como esta no sirve para nada.
¿Pero de qué “transformación” hablamos? Para el Gobierno y sus aliados mediáticos, organismos y agencias internacionales y una larga lista de oenegés, la mayoría de las cuales no sabemos qué hacen ni para qué sirven, pero que le cuestan una fortuna a los contribuyentes, de nuestro país y de otros países, pareciera que quieren simplemente abocarse a meter una agenda internacional llena de conceptos, ideas y valores que tienen poco o nada que ver con los valores e ideas de la gran mayoría de la población de este país, que al fin y al cabo es la que recibirá y disfrutará o sufrirá la aplicación y los resultados de esta “transformación”.
Siendo que estamos en un país donde la gran mayoría de los estudiantes no cuentan con las condiciones mínimas básicas, como aulas con techo y piso, baños decentes con agua corriente, materiales y útiles escolares, maestros bien remunerados y preparados, y, ni siquiera un desayuno o almuerzo escolar medianamente decente, discutir cuestiones abstractas es ridículo y hasta grotesco.
Además, recordemos que estamos gobernados por una gavilla de delincuentes que solo buscan dinero público para llenarse los bolsillos, porque no podemos tener ninguna garantía ni tenemos ninguna confianza en lo que provenga de este impresentable y corrupto Presidente y sus cómplices y asociados.
También sabemos que hay una gran cantidad de dinero de la Unión Europea y de otros organismos desembolsados y a ser desembolsados, condicionados a que la “transformación” se haga de acuerdo a su visión del mundo, sus ideales, sus creencias y sus planes. Este gobierno, con tal de meterle manos a dichos fondos para embolsillárselos como todo lo que ha caído en ellas, no tiene reparos ni le importa lo que impliquen o impongan estos planes.
Lamentablemente para ellos, en este país tenemos un sistema democrático, donde la mayoría decide o debería decidir, esto sin detrimento de respetar y proteger los derechos de las minorías, pero sin imposiciones de parte de estos últimos, sino de concesiones que no rivalicen ni perjudiquen los valores, conceptos e ideales que esa mayoría quiera para el país.
Mientras las minorías, envalentonadas por los medios, oenegés, entidades y agencias internacionales y el propio Gobierno, no entiendan que las mayorías tienen la última palabra, y empiecen, primeramente ellos, a respetar lo que piensa el otro, no va a haber acuerdo.