Una frase reza: “Si alguien no tiene la intención de perdonar, mejor que no se case”. El casamiento es un llamado al perdón.

Cuando dos pecadores se casan, no hay eso de “felices para siempre”. Lo que hay es: “Perdonándonos siempre” y “dándonos una oportunidad siempre”, porque el matrimonio, en nuestro estado caído y por decirlo de alguna manera, está diseñado para decepcionarnos.

No hay problemas matrimoniales, lo que hay son personas con problemas, y estos problemas se los llevan al matrimonio. Cuando dos personas se casan, se juntan dos personas distintas, con genética distinta, con estructura mental distinta, gustos distintos, deseos distintos, de familias distintas, de culturas distintas, de educación y experiencias distintas y, encima, pecadores; o sea, con una esencia y un carácter caído y contaminado por el pecado. Es imposible no decepcionarse el uno del otro, en menor o mayor medida, y la única herramienta para seguir es perdonándonos y dándonos de vuelta una oportunidad.

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El matrimonio, según Dios, es una bendición enorme, es un regalo que nos hizo para el disfrute, el goce y la plenitud, y lo tiene en tan alto concepto que Dios mismo se identificó como esposo de su pueblo escogido. En el Nuevo Testamento, Jesús es el esposo y la Iglesia es la esposa, haciendo una analogía del matrimonio. Así como el esposo y la esposa son una sola carne, así también Cristo es un mismo espíritu con su Iglesia. Así que, decir que el matrimonio es un mal necesario o que es la tumba del amor, o que es una cárcel o, incluso, es el “infierno” en la tierra, es un pecado, porque es llamar malo a algo que Dios llama bueno. Es mejor ser sensatos y reconocer que el problema no está en el matrimonio, sino en las personas que conforman ese matrimonio. El pecado del egoísmo, sumado al orgullo, la falta de perdón y la falta de arrepentimiento convierten esta institución maravillosa en un infierno, no por la institución, sino por las personas. El matrimonio debería ser una bendición; si no lo es, es por responsabilidad de los que conforman ese matrimonio.

Como dije, el matrimonio, en nuestro estado caído, está diseñado para decepcionarnos, pues, al vivir juntos dos pecadores, egoístas, orgullosos (esto no debería de ofender a nadie, todos lo somos en mayor o menor medida) vamos a fallarnos, vamos a decepcionarnos y a pecar uno contra otro. El perdón debe ser esa arma clave, esa llave maestra que todos tenemos que tener para usar en cualquier momento. En algunos casos; en todo momento.

La falta de perdón nos lleva al rencor y el rencor a la amargura; pero, ¿por qué cuesta tanto perdonar? Por varias razones. Uno, perdonar nos da una sensación de impunidad, nos da la sensación de que el otro se salió con la suya, como que el que falló no recibió el castigo que merece. Entonces, no perdonamos.

Dos, el rencor nos da la sensación de estar castigando al que nos hizo daño, aunque esto, a menudo, no es así; al que nos falló, muchas veces, ni le importa cómo nos sentimos y, a la postre, somos nosotros los que nos castigamos (alguien dijo que el rencor es como tomar un veneno esperando que el otro muera).

Tres, no perdonamos porque tenemos la sensación que nuestro orgullo, de lo poco que queda después de la decepción, aún sigue en pie, y eso, creemos, sostiene de alguna manera nuestra dignidad.

El conferencista y pastor Sixto Porras dice: “El objetivo primario del perdón es sanar nuestra alma y tender un puente para la reconciliación, y esta solo debe darse en tanto cada uno asuma su responsabilidad y sea saludable acercarse. Si no hay arrepentimiento y la relación cuenta con pecados reiterativos de muerte (inmoralidad sexual y violencia) no es recomendable volver a juntarse.

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