- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Cuando el espíritu es asaltado por un materialismo obsesivo, la política se convierte en una puerta giratoria para el enriquecimiento ilegítimo y personal. El discurso de la búsqueda del bien común se pinta de demagogia, halagando al pueblo con promesas que nadie está dispuesto a cumplir. Es solo un mecanismo de distracción, mientras los vacíos de escrúpulos, pero rebosantes de cinismo, direccionan los recursos públicos hacia sus propias comarcas. Las remuneraciones en relación con el cargo son las que menos les interesan.
Es solo una cortina para cubrir sus ingresos paralelos por licitaciones, compras directas (a razón de inexistentes urgencias), concursos limitados de precios e inescrutables gastos sociales de las entidades binacionales Itaipú y Yacyretá. La corrupción rompe la línea que separa a los sectores público y privado para ultrajar al Estado. Así van acumulando fortunas, en posesiones y en efectivo, que la honestidad se niega a justificar.
Este gobierno es la mejor vidriera donde se exponen estos detestables personajes de opulentas figuras, pero con un pronunciado raquitismo moral, mental e intelectual. Y desde los escenarios de sus invulnerables ignorancias y encallecidas conciencias, con un rostro barnizado de hipocresía, pretenden proclamar una ética que pisotean y marcar pautas de conducta que nunca tuvieron. La codicia siempre fue el motor de todos sus movimientos. “Emplean sus posiciones oficiales –ya decía hace más de cien años el republicano Juan León Mallorquín–, su energía y su actividad, en obtener pingües beneficios, importándoles un ápice las necesidades y el bienestar de la sociedad”.
La descripción de estas sanguijuelas del erario, que chupan las esperanzas del pueblo y el futuro de los jóvenes, no precisa de palabras sofisticadas. Ni para exponer las motivaciones que les condujeron a incursionar en la política. Favorecer a las clases excluidas jamás figuró entre sus prioridades. Únicamente fue un maquillaje para cubrir sus reales propósitos: ascender a una posición económica a la que jamás podrían acceder por el camino del trabajo honesto. Y acomodar a toda su familia en un estatus placentero, a sabiendas sus integrantes de que el dinero no tiene un origen limpio. Pero, finalmente, se impone a una debilitada conciencia la comodidad de un presente cuyos medios, para lograrlo, carecen de toda legitimidad. Y legalidad. Algunos zarandean el nombre de Dios en un acto sacrílego, buscando aminorar la carga de sus pecados en el ámbito espiritual. Y de sus delitos en este mundo terrenal. Lo hemos visto en este gobierno. Y en otros anteriores.
No son pocos, la mayoría, diría, quienes entraron a los dominios de la política sin más equipaje que un escuálido salario. Y cuando giraron para volver, una vez concluidos sus mandatos, sus pertenencias ya se atascaban, por abultadas, en la puerta de salida. Y quedan alucinados por el deseo de volver. Sin importar cómo. Algunos lo consiguen. Como su crecimiento patrimonial no pasa desapercibido, contratarán abogados que intentarán demostrar la inocencia de sus clientes, aunque son conscientes de que son culpables; contadores que tratarán de cuadrar haberes y deberes; auditores que acomodarán cuentas y jueces venales que encontrarán todo en orden. Todos estos profesionales, luego, se pondrán a clamar por más trasparencia, menos corrupción y mejor justicia. No hay otra forma de expresarlo. Las cosas como son y no como quieren vendernos, creyéndonos imbéciles o infradotados. Cada discurso de estos farsantes es una patada al hígado.
El estadista, solía repetir el doctor Luis María Argaña, se pone al servicio de la nación y no la nación a su servicio. Como serpiente de tres cabezas en el inframundo gubernamental son las figuras políticas del oficialismo que conjugan su gestión en tres tiempos. Uno ya fue presidente de la República: Nicanor Duarte Frutos, quien nunca procuró actuar como estadista. Prefirió ser un voraz y autoritario fanfarrón. El presente es una réplica de ese pasado. Mario Abdo Benítez ha fotocopiado hasta sus descontroles emocionales y su parloteo ramplón y vulgar. Y el futuro soñado por ellos se llama Arnoldo Wiens, un hombre sin carácter ni convicciones, condenado a ser muñeco de ambos. El ya citado doctor Mallorquín los definiría como una “turba de aventureros y vividores, los más funestos para el gobierno libre y la soberanía popular. Constituyen la mayor rémora que puede imaginarse para la cultura y el ideal de justicia que persigue la democracia y, por tanto, no son los que deben ser encumbrados con nuestros votos, si no queremos entorpecer el curso natural del progreso de las sociedades políticas”. Como en aquella conocida muletilla de los parlamentarios, a veces, otros ya escribieron lo que queríamos decir. Buen provecho.