Mucho antes de la pandemia hubo un suceso que paralizó al mundo y nos acercó en el sentimiento. Hace cuatro años, el rescate de los niños en Tailandia nos alegró a todos. Yo lo recuerdo como si fuera hoy.

Muchos, al ver las imágenes por televisión mantuvieron la respiración. Sí, hoy hasta hay una película del tema, pero a veces la realidad supera a la ficción. Para muchos fue un milagro, para otros la recompensa a un trabajo de equipo bien planificado y ejecutado. Yo me inclino por lo segundo, aunque tiene también algo de lo primero.

12 niños y un joven estuvieron sepultados en una oscura cueva rodeados por agua. La lucha se centró primero contra la naturaleza… luego contra el tiempo. Y es que las lluvias amenazaban con inundarlo todo. Entonces hubiese sido imposible el rescate y la historia no hubiese tenido un final más dulce que agrio.

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A poco de comenzar el rescate se desa-taba la tragedia y el mundo volvía a contener la respiración. La muerte de un experimentado buzo cuando llevaba balones de oxígeno al grupo se convertía en un mal presagio. Pero nadie perdió las esperanzas. Las tareas continuaron como estaba previsto.

Fue un trabajo titánico que involucró a miles de personas de todo el mundo. Algo así como “las Naciones Unidas del Rescate”, pero sin peleas ni reuniones burocráticas. Leí en algún lado algo con lo que estoy de acuerdo, y que creo que es una de las lecciones más importantes que nos dejó esta historia.

Nadie buscó culpables. Todos se centraron en el rescate. Es parte de la cultura budista. Hubo un responsable, pero no fue imputado por nadie. Mientras nosotros, en este lado del mundo culpamos al entrenador, los padres de los chicos no pidieron su cabeza ni buscaron venganza. Y él, desde el fondo de la cueva, escribió: “Prometo que los voy a cuidar, gracias a todos por la ayuda. Lo lamento mucho”. No hizo falta más.

Todos sobrevivieron, porque todos así lo quisieron. Fue el triunfo del trabajo en equipo por sobre cualquier individualidad. Para nosotros es más fácil culpar que resolver. Siempre estamos buscando culpables. Es lo que nos daña en la resolución de cualquier problema y nos impide crecer como sociedad.

Ojalá esta pequeña historia nos sirva para la vida misma. Al final, todo es posible, hasta cuando creas que estás en un agujero encerrado en lo más profundo de la tierra y con el agua al cuello. Fue un día de julio. Como hoy, pero esa… esa es otra historia.

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