• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

La corrupción ha condenado al país a su destino de pobreza. Hasta hoy. Y, más que nunca, hoy. No lo decimos con ánimo de un fatalismo determinista. Pero esta descomposición moral que lacera los recursos del Estado, desviándolos de sus fines específicos, se volvió sistémica. Es metódica, continua y regular. Ha creado un círculo perverso e impúdico entre lo público y lo privado.

El Gobierno y algunos empresarios construyeron un lucrativo nexo para saquear al Tesoro. Las autoridades han perdido la vergüenza –quizá nunca la tuvieron– y extraviaron la conciencia –tal vez nunca la encontraron– para asumir como normal lo ilícito. Como que aprovecharse del cargo para ganar dinero sucio formara parte de la lógica del poder. Lo contrario sería declararse un zonzo, un torpe, un výro. La línea de sus retorcidas mentes es que no se puede ser presidente de la República, ministro o director de algún ente y salir con los mismos bienes. Algún incremento razonable podría justificarse honestamente. Pero no el aumento desproporcionado de “ahorros” y propiedades que no se corresponden con lo percibido en concepto de remuneraciones. Se puede cuadrar la cuenta, mediante espesos maquillajes y jueces venales, pero jamás tendrá la absolución de la opinión ciudadana.

Los integrantes de alto rango de este Gobierno han pervertido las instituciones, creando una cultura fundada en valores negativos que impactan fuertemente en la sociedad. Ni siquiera la trágica pandemia provocada por el covid-19 fue un llamado a la conciencia para frenar sus ímpetus de angurria. No hubo codicia limitada, como diría aquel prócer. Es más, fue un nuevo pretexto para satisfacer la codicia o el deseo incontrolado de poseer más y más riquezas mediante el afano de los recursos públicos. Después, desde esa misma plataforma de inmoralidad, con un discurso gastado, obsoleto y vacío, se presentan como catedráticos de la ética, en un acto en que hasta el cinismo se esconde avergonzado. Para que se entienda mejor de lo que estamos hablando, el politólogo Gianfranco Pasquino define la corrupción como un fenómeno por medio del cual un funcionario público actúa de un modo distinto a las normativas del sistema para favorecer intereses particulares a cambio de una recompensa. El conocido penalista, J.J. Senturia, hacia 1931, la describe como “el uso indebido del poder para lograr un beneficio privado”. Solo el que no quiere no podrá entender de qué se trata.

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La impunidad ha conseguido expandir los efectos depredadores de estos vicios. Desde el Estado se ha contaminado a sectores de las élites políticas, sociales y económicas. Su mejor antídoto es la transparencia. La obligatoriedad de la publicidad de los actos de gobierno. Bobbio solía escribir que “la democracia es el ejercicio del poder público en público”. Es el manejo oscuro del Estado el que facilita la presencia del crimen organizado constituyéndose, en muchos casos, en el otro poder. El manejo discrecional de los 1.600 millones de dólares, más otros préstamos, que debieron destinarse a un plan estratégico para enfrentar la crisis sanitaria deberá ser investigado a fondo por el gobierno que asuma el 15 de agosto del 2023. La corrupción hizo metástasis en la administración del presidente Mario Abdo Benítez. Eventualmente, si las nuevas autoridades son complacientes con el latrocinio y continúan extendiendo el manto de la impunidad sobre estos crímenes, su futuro no se presagia muy alentador. Porque serán cómplices o porque decidieron continuar con el mismo esquema que tiene como efecto “destruir o alterar globalmente por putrefacción” y como acción “dañar, sobornar o pervertir a alguien”.

Un profesor de la Universidad de Harvard, Robert Klitgaard, estableció su clásica fórmula para detectar el índice de corrupción en un país: C (corrupción) = M (monopolio) + D (discrecionalidad) – T (transparencia). Muchas esferas de este gobierno manejaron sus presupuestos con absoluta discrecionalidad y cero transparencia. Ni siquiera se adecuaron a la legislación vigente en nuestro país sobre el acceso a la información pública. Ese será el otro gran desafío del próximo gobierno: terminar con los compartimentos estancos que se resisten a aclarar sus cuentas. Con preferente atención a aquellas instituciones que se creen un Estado dentro del Estado.

En los días aurorales del Partido Nacional Republicano, José Segundo Decoud repudiaba a quienes se acercaban a la nueva asociación política “buscando medrar y amasar fortunas”. En muchos aspectos de su actuación y de sus ideas discrepamos con este fundador del Partido Colorado, pero todas las sanas conciencias tendrán que coincidir con su certera apreciación de que “la patria no la construyen los fenicios que roen sus entrañas, sino los hombres de bien que exhiben su pobreza como timbre de honor después de haber ejercido el poder, haciéndose por ello acreedores al respeto de sus contemporáneos y de la posteridad”. ¡Qué bien le haría a la República que algunos de los que hoy están en el poder sean denunciados y procesados por la Justicia! Porque, como diría el querido y recordado amigo Helio Vera: “El fusilamiento no termina con el crimen, pero atempera los espíritus”. Buen provecho.

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