“En cuanto a mis preocupaciones para el futuro, las toma usted demasiado a la ligera. Con solo temer a la mediocridad, ya se está a salvo: he aquí el consuelo que usted me ofrece”, así le escribe Sigmund Freud (1856-1939), médico neurólogo austríaco, a su amigo de la juventud Emil Fluss; el contenido total de lo escrito forma parte de lo que se conoce como “Carta sobre el bachillerato”, redactada la noche del 16 de junio de 1873. En ella, quien fuera el padre del psicoanálisis muestra sus dotes de pensador, teniendo diecisiete años.
Él narra que siente por primera vez el halago que le hace uno de sus profesores, al expresarle que tiene un estilo propio de comunicarse a través del papel. En dicha correspondencia hace referencia acerca de las notas que ha obtenido en los recientes exámenes: “He aquí, mi querido amigo, las pruebas escritas de mi bachillerato”. Citó todas las asignaturas: “En latín nos dieron un pasaje de Virgilio que casualmente había leído, cierto tiempo atrás –en este caso comenta que se apresuró en responder y en vez de un distinguido que podría haber logrado, sacó un suficiente–; en la prueba de griego, para la que dieron un pase de 33 versos del ‘Edipo rey’, salió mejor: bueno, el único bueno que hubo”, y así sucesivamente con cada una. En un momento dado llega a la frase expuesta en el inicio de este texto. Freud también tenía preocupaciones, y ellas estaban puestas en el devenir. Y no las considera a la ligera, como parece que en alguna oportunidad las habría tomado su amigo.
Con solo temer a la mediocridad, ya se está a salvo, le había dicho Fluss, y Freud le responde: “Mas yo le pregunto: ¿A salvo de qué?, ¿no se estará a salvo en la certeza de no ser un mediocre?, ¿qué importa lo que uno teme o deja de temer?, ¿acaso lo más importante no es que las cosas sean efectivamente como tememos que sean?”, estos eran los planteamientos de un adolescente de diecisiete años en 1873. Al punto que, en uno de los estudios biográficos acerca de Freud, el psicólogo y educador austríaco Siegfried Bernfeld (1892-1953) cita textualmente el párrafo seleccionado de esa carta y lo hace para “ilustrar el afán de grandeza y la repugnancia de la mediocridad que animó las fantasías adolescentes de Freud”.
Hay en cada palabra tantas interpretaciones como uno se atreva a generar, cada una de ellas forma parte de ideas, de frases que quieren decir lo que sucede en la vida de su emisor. Es posible imaginar, en un marco de respeto al genio, la introspección del maestro de generaciones de estudiosos de la psiquis del ser humano. ¿Por qué responde con preguntas?, ¡y qué grado de profundidad de las mismas! ¿Qué futuro se avecina en nuestras vidas?, ¿qué futuro tendrá la sociedad que habitamos? No se puede aventurar, tampoco abordarlo livianamente, sin compromiso, de forma líquida al decir de otro grande, Zygmunt Bauman. Si así se lo hace, el mundo de los temores puede acrecentarse, es que se enreda fácilmente con la complicidad de lo básico de contenidos, de lo carente de solvencia, de lo pasable y digerible sin atención, de lo que está y puede no estar, en fin, de lo sin sentido, como diría el eterno Viktor Frankl.
Todo importa. De ahí nace la búsqueda del crecer. Y ella se esmera en descubrir el valor de las cualidades que se alejan de las dudas, de lo que atemoriza por el reinado de la ignorancia. Las certezas y los temores importan porque permiten ahondar realidades. Estas últimas de algún lugar provienen, desde el conocimiento o desde el desconocimiento, y a partir de esta gran división, las múltiples fragmentaciones. ¿Y si las cosas son como efectivamente tememos que son? Hay que asumirlas. Y a partir de ahí cada uno, de forma voluntaria, puede darle al presente el fundamento que considere importante para abordar el tiempo que se viene.