EL PODER DE LA CONCIENCIA
- Por Alex Noguera
- Periodista
- alexnoguera230@gmail.com
Nüremberg es una pequeña ciudad alemana, cuyo nombre retumba en la historia como sinónimo de justicia. Con 186 km2, apenas es más grande que Asunción, que tiene 117 km2, ambas guardan la vida de algo más de medio millón de habitantes cada una.
Mientras que a una la llaman “Madre de Ciudades”, a la otra se la recuerda como el sitio en el que se convocaron los icónicos juicios en los que un tribunal dictó 12 condenas a muerte y 7 órdenes de prisión a los seguidores de Hitler, que habían cometido crímenes y abusos contra la humanidad durante la Segunda Guerra Mundial. En los diferentes procesos, en los que se leyeron unas 300.000 declaraciones, fueron juzgados dirigentes, colaboradores y hasta funcionarios del nazismo.
Tras desatarse el actual conflicto entre Rusia y Ucrania, no solo la lucha contra el nazismo vuelve a flamear como bandera, sino que también nace el rumor de una inconcebible tercera guerra mundial. Incluso, en pleno Siglo XXI, la ciudad de Bucha se convirtió en escenario donde se perpetraron nuevas e injustificables atrocidades contra la humanidad.
Tanto en el siglo pasado como en este, el poder nubla la razón y marea a los que están en la cima. ¿Qué autoridad tenían los del Tercer Reich para hacer “limpieza” étnica y llevar a la muerte a millones de personas? ¿O a hacer experimentos “científicos” con humanos? ¿Qué buscan los vigentes neonazis en Ucrania, en Polonia, incluso en Rusia y hasta en EEUU?
En la cumbre del poder todos se sintieron inalcanzables, con derecho a hacer lo que querían; sin embargo, se olvidaron de que en la naturaleza todo tiene un comienzo y un final, que nada es eterno y que tarde o temprano deberían pagar por sus actos. Eso ocurrió, no creyeron que ese final les alcanzaría en vida y les reclamaría sus abusos.
No hay que ir lejos como hasta la Alemania de Hitler o hasta la Ucrania de los batallones Azov para entender el concepto de abuso y el clamor de justicia y de la esperanza en Nüremberg, que a veces está lejos, pero que tarde o temprano llega.
No hace falta citar a un Stroessner, quien se creía invulnerable, o cómo acabaron los juicios a un Fujimori, o a un Pinochet. Hay tantos ejemplos de criminales que vivieron rodeados de su corte de adulonería que los azuzaban a seguir pisando sobre los inocentes.
Pero todos cayeron, sean presidentes “democráticos”, dictadores caníbales como Idi Amin, “empresarios” como Al Capone o poderosos transnacionales narcotraficantes como Pablo Escobar o Joaquín “El Chapo” Guzmán. Todos tuvieron sus ejércitos armados hasta los dientes y todos nadaban en dinero ensangrentado.
No hace falta ir lejos para ser testigos de grandes robos al Tesoro del Estado, a endeudamientos siderales que los representantes fraguan en nombre de su pueblo y al que obligan a pagar durante generaciones, mientras que los perpetradores se sienten a salvo.
No hace falta ir lejos para escuchar a gritos el pedido de justicia cuando la sociedad vive en zozobra a causa de la inseguridad. Escuchamos voces que dicen “que hagan algo o que se vayan”. Que se vayan, pero no a su casa.
Nüremberg no está tan lejos. Allí fueron juzgados aquellos que se creyeron inalcanzables y poderosos. Todos trataron de escapar, incluso cuatro se suicidaron antes o después de la sentencia.
A veces es bueno recordar que no existe un lugar completamente seguro, ni siquiera un curul en el Parlamento. Es que en Nüremberg, hasta esa emblemática silla se transforma en banquillo de acusados.