- Por Felipe Goroso S.
- Columnista político
“Condenó a mi hermana a la muerte y a la familia a cadena perpetua por el dolor”, la frase de Mina Feliciángeli retumba en los pasillos del Tribunal de Sentencia. A su hermana, Olga, la encontraron muerta en su dormitorio. Murió a puñaladas, en su propia casa mientras dormía. El hombre habría ingresado a robar y mató a la misma. El informe forense determinó que la causa de muerte de Olga fue un shock hipovolémico por lesión a la altura del cuello con arma blanca.
Las leyes pueden ser leyes, pero eso no las hace justas. Tampoco las convierte en dogmas inalterables. Un sistema de justicia garantista, que da garantías para quienes cometen crímenes y se olvida de las víctimas. Uno donde las partes no gozan de igualdad ante la ley, desde el inicio son las víctimas y sus familias las que además de haber padecido el sufrimiento de ver cómo una persona adulta mayor es acuchillada dieciséis veces, cuyos hijos son violados en los baños de sus escuelas para luego ser comunicados que todo quedará impune. No pagarán ni los que cometen tales deleznables hechos ni sus padres, sencillamente porque no hay coraje para plantear un debate de fondo, con la suficiente sustancia que haga que las leyes se cambien.
Bajar la edad de imputabilidad, que si se da violación de un menor a otro los padres del agresor tengan responsabilidad penal y no solo civil, condenas más duras, cadena perpetua, pena de muerte, el interés superior del niño. Todo queda tapado bajo la alfombra de la corrección política, del extraordinario esfuerzo que se hace para justificar o contextualizar al agresor, al criminal, porque siempre se trata de enmarcar el debate planteando de que ambos son víctimas. Porque es pobre, porque es rico, porque es drogadicto, porque es alcohólico, porque si van a la cárcel lo único que se logrará es que obtengan una beca todo pagada para un masterado en criminalidad y uno de los mejores: porque también sufrió abuso o violación. ¿Y? las circunstancias son el árbol y el crimen es el bosque. El victimario y todo lo que lo rodea manejan el debate y logran sus objetivos: igualarse a la víctima y sobre todo y principalmente que nos olvidemos de ella. El contexto que rodea no hace que lo cometido deje de ser un crimen. Estamos en un punto en el que las recomendaciones de la ONU o convenios tienen el mismo nivel de relevancia que un grupo de vecinos chismosos: ninguna. En lo que hace a los intereses de la gente, que exige recibir dos de los servicios indelegables que tiene el Estado para con sus ciudadanos: seguridad y justicia.
La política, esa mala palabra que empieza con p y termina con a, precisa liderar y plantear con la valentía y corajes suficientes las modificaciones que haya que hacer para que la población encuentre respuesta a sus reclamos. Que quede perfectamente claro qué se piensa en las víctimas. Que no sea que la receta sea propuesta por fuera del sistema democrático y los votantes se sientan identificados con ella.