- Por Mario Ramos-Reyes
- Filósofo político
“Habrá guerras como nunca antes en la tierra”.
Nietzsche (1844-1900)
La invasión de Putin al territorio de Ucrania es un acto de guerra, sin lugar a dudas, una violación a los más mínimos parámetros del derecho internacional. Desde la perspectiva del Estado constitucional democrático liberal, pos-Segunda Guerra Mundial, es un despropósito. Lamentablemente, esta realpolitik –política realista– tiene un pedigrí milenario. La exclusividad de la violencia para captar el poder, desde los tiempos del Trasímaco de Platón, no coincide con el deber ser de los derechos humanos. La historia humana, con sus recovecos y misterios, se resiste –tercamente– a seguir líneas racionales. Más bien, nos muestra la inevitabilidad de la guerra y la violencia. Desde Caín. La determinación de ciertos fines, por más fanáticos que fueren, parecen justificar los medios, jugando siempre una mala pasada al intento de una convivencia mediada por la razón y el derecho.
Todo esto, además de sus complejidades geopolíticas, tiene esta guerra de agresión. O mejor, lo geopolítico se reacomoda, en mucho, a ese maquiavelismo: el fin justifica los medios. Estamos ante un punto de inflexión histórica. Nada será como antes. Pero, si ello es así, ¿están tan claros los motivos, culturales, subyacentes? A modo de contestar, aunque sea superficialmente, a la pregunta, se la puede dividir en dos aspectos en pugna: el nacionalismo autocrático, y el optimismo liberal.
EL NACIONALISMO AUTOCRÁTICO
La primera reflexión sobre la guerra moderna fue hecha por Carl von Clausewits (1780-1831), quien, como oficial prusiano y conocedor de la filosofía alemana, llega a una conclusión en su libro “Sobre la Guerra de 1832″, que se repetirá hasta el cansancio: la guerra es la política por otros medios. ¿Por qué escribía esto? Napoleón había invadido Rusia en 1812 pretendiendo imponer la ideología liberal cosmopolita, vía guerra de agresión como raison d’état, a toda Europa. Von Clausewits, como su compatriota Kant (1724-1804), sabían que había una guerra “pura” o ideal y otra “real”, concreta. La primera era la operación militar, desplazamiento de tropas, armas. La segunda, la concreta y verdadera, era la política. La guerra militar, la pura, era una manera de generar el hecho político, lo real.
Era lo concreto político que Napoleón, a pesar de que perdió en el frente ruso, al final ganó. Lo inverso de lo que está ocurriendo hasta el momento, con Putin. Su bravuconada militar está siendo un fracaso político. Putin no parece un marxista movido por una ideología científica que, en los años de la guerra fría, trato de ganar política y culturalmente a las elites, al mundo. Es un nacionalista autocrático rodeado, no de una nomenclatura ideológica, sino de oligarcas. Su sueño restaurador, de unificar pueblos alrededor de una cultura, religión, etnia o raza común, bajo un Estado protector, es típico del romanticismo nacionalista decimonónico. Volver a la Madre Rusia de pueblos, el imperio de los zares, rechazando el liberalismo cosmopolita del Herder (1744-1803) de los tiempos napoleónicos, invocando, y queriendo reatar, a sangre y fuego, una identidad imaginaria.
EL OPTIMISMO LIBERAL
Todo eso choca con un segundo factor, el optimismo liberal. La creencia en la victoria definitiva de la democracia liberal, pregonada por Fukuyama en 1989. Es lo que hace hoy exclamar a mucha gente: ¿Cómo, una guerra en el 2022? Se presume que la historia había terminado. El mal totalitario había sido derrotado. Pero una rápida lectura de Arnold Toynbee (1889-1975) nos revela un llamativo paralelo con los inicios de la Primera Guerra Mundial: “Hemos crecido” –escribía entonces el historiador inglés– “creyendo que el mundo se convertiría en más racional, más humano y más democrático, y que poco a poco la democracia política generaría justicia social”. Eran los tiempos de la Belle Epoque, 1890-1914. Los sistemas liberales de gobierno se extendían. La ciencia y la razón suplantaban a la superstición. Pero, súbitamente, todo se derrumbó.
A esto último se debe agregar otro aspecto: la cultura europea de la Belle Epoque tenía una veta de irracionalidad y nacionalismo, que sofocó el optimismo racionalista que venía del liberalismo decimonónico. Sociólogos como Max Weber (1864-1920) y escritores como Stefan Zweig (1881-1942) lo retrataban de manera explícita. El alemán Thomas Mann, quien ganaría el Nobel en 1929, escribía así en 1914: “Esta guerra es de purificación, liberación, de una esperanza grande. Como no podría un artista no alabar a Dios por el colapso de este mundo pacífico con el cual estamos hartos”.
PUNTO DE INFLEXIÓN
La situación actual no es tan distinta. Se ha presumido que el Estado constitucional democrático había establecido los mecanismos para hacer de la guerra algo impensable, irracional. Pero también, como hace cien años, la cultura de ese sistema se ha hundido en el pantano de la posmodernidad, con su rechazo de la racionalidad, los grandes ideales. De ahí que no fue de extrañar que, los actuales líderes de Occidente, no invocaran por los valores como primera bandera de lucha. Solo economía. Sanciones bancarias. La posmodernidad ha relativizado todos los valores. Macron no es De Gaulle, Scholz está lejos de Willy Brandt, Boris es un remedo de Churchill, Karol Wojtyla murió en el 2005 y los discursos de John Kennedy en los momentos álgidos de la Guerra Fría, para los oídos políticamente correctos actuales, suenan a bravuconadas.
Pero el testimonio ejemplar del presidente de Ucrania Zelenskyy, un ex comediante y no un político profesional –vaya ironía– ha sido el punto de inflexión histórica. “Necesito municiones, no un paseo”, le dijo al presidente Biden. La libertad exige sacrificio y heroísmo, expresó en el Parlamento Europeo. Está en marcha una reconfiguración del mundo con todo lo que ello pueda significar: política, económica, culturalmente. Y, sobre todo, el renacer de una Europa con espíritu, con ideales más allá de la política o la economía. Por el momento, Ucrania pide ser miembro de la Unión Europea. Finlandia está tomando posición contra Rusia. Suiza abandonó su milenaria neutralidad. Alemania ya no ve con malos ojos su propia defensa. Von Clausewitz tenía razón: lo importante es ganar la guerra “real”, la política. Putin, en su delirio de ser el Pedro el Grande del mundo possoviético, ya la ha perdido, aunque gane la “pura”, la militar. Una cosa es cierta: es impensable que emule a Napoleón, aceptando su derrota, y el exilio en Santa Elena. Solamente queda, en esta encrucijada, una resistencia heroica y confiar en los designios de Dios, para que este mal de la guerra no se torne en un mal absoluto que acabe con toda una civilización.