• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Somos hoy una sociedad indolente ante los problemas que nos afligen colectivamente. Nuestra indignación se satura con acelerada rapidez. Y luego se desinfla sin ninguna gloria. Tenemos la capacidad de volver inmediatamente a lo que creemos es la normalidad. Nos limitamos a ser simples observadores de la realidad. Aún no aprendimos a conquistar las calles como parlamento ciudadano para obligar reformas, reorientar rumbos y hasta revocar mandatos.

Las manifestaciones que se insinúan en estos días tienen antecedentes de muertes por inanición. Ojalá ahora podamos celebrar la recuperación de nuestra memoria movilizadora. Mientras, los gobernantes y sus entornos viven en sus doradas burbujas obnubilados por los espejismos de su encallecida conciencia. Con su corte de turiferarios quemando inciensos al adocenamiento. Se aferran a sus reiteradas mentiras que de tanto repetirlas terminan por creerlas como ciertas. Con la agravada pretensión de que el pueblo las asuma como verdades.

De las paradojas de la democracia nosotros nos acostumbramos a la formal. En el otro hemisferio de la sustancial. Así, toleramos una educación mediocre, un precario sistema de salud, la corrupción descarada e impune y una inseguridad que alcanzó el máximo rango con una ejecución por encargo en medio de miles de personas. Y hoy toleramos a un presidente fantasma. Inoperante. Un hecho certificado que no podrá desmentir la vocinglería de adulones y sardanápalos.

Mario Abdo Benítez viene a corroborar que, a veces, la Presidencia de la República es un engaño de la imaginación. Ese vacío de liderazgo que inmoviliza las acciones públicas permite la expansión de la oscura telaraña del poder invisible que se apodera del Estado. Aunque la presencia de ese poder invisible, al decir de Bobbio, suele ser visibilísima. Y es que, en aquella Italia convulsionada de los años 70 y 80, para nuestro escritor político, ese poder invisible estaba representado por “la mafia, la camorra, logias masónicas anómalas, servicios secretos incontrolados y protectores de los subversivos a los que deberían controlar” (El futuro de la democracia, 1985).

Cambiando algunos términos, en Paraguay presenciamos el mismo deplorable espectáculo. Criminales con orden de captura internacional conviven con nosotros, van a los mismos lugares públicos (bares, restaurantes, cines) y conciertos musicales. Nos vuelven vulnerables ante contingencias que pueden atraparnos en su fuego cruzado. Todos estamos expuestos a ser víctimas colaterales por el fracaso de los organismos de seguridad. Por incapacidad de los responsables o por filtración de sus cuerpos. Lo ocurrido en San Bernardino el último fin de semana tiene aspectos poco explorados.

El asesinato del hombre sindicado como traficante que se cobró una víctima inocente posibilitó la captura de dos pesos pesados. Pero no por un trabajo de inteligencia de los investigadores, sino por cuestiones fortuitas. Si no hubieran sido heridos accidentalmente… ¡seguirían en libertad! Si no fuera por el azar, sus prontuarios continuarían retocados en el Departamento de Informática de la Policía Nacional.

El sicariato en el Anfiteatro José Asunción Flores solo tuvo grandes repercusiones por la muerte de una señora (Cristina “Vita” Aranda) muy dinámica y apreciada en las redes sociales y esposa de un conocido jugar de fútbol de uno de los clubes más importantes de nuestro país. Dejamos de sorprendernos por las vendettas entre criminales sin pensar que esa espiral, tarde o temprano, iba a envolvernos a todos. Al mirar las estadísticas deberíamos comprender la gravedad de lo que está pasando. El terrorismo, dice Bobbio, el narcotráfico, decimos nosotros, es un ejemplo del poder oculto que atraviesa la historia de varias naciones latinoamericanas. Y no es pasado.

Es presente. Entonces, aparece en escena el Presidente de la República exultante de torpeza. Fascinado siempre por el cinismo y la soberbia, se molesta ante las incómodas preguntas de los periodistas y envía un mensaje de aliento a la sociedad (el sarcasmo viene explícito) invitándola a comprometerse en la lucha contra el crimen organizado, “porque esta va a ser una lucha que no tiene una fecha de vencimiento”. Sabemos que el Presidente no sabe muchas cosas.

Demasiadas para ser más precisos. Pero algún asesor debería enseñarle que el poder político –desde la filosofía política clásica– es definido por el monopolio de la violencia legítima. Esa es su función y atribución. A la sociedad civil le corresponde reclamar por una seguridad que hoy solo existe en la deformada mente de los gobernantes. Que dejen de “normalizar los crímenes”, como protestaron los familiares de la señora fallecida. Desconoce el señor Abdo Benítez que la idoneidad tiene como uno de sus pilares la responsabilidad por los resultados. El único resultado auditable es que, por casualidad, fueron apresados dos criminales con pedido de captura internacional. Esa misma dolorosa casualidad que convirtió a Marito en jefe de Estado.

Tenemos que aprender a no reflejarnos en otros países para evidenciar nuestras propias debilidades institucionales. En materia de educación, la comparación preferida es con Haití. En cuestiones de crímenes organizados, o somos Colombia o México (preferentemente Sinaloa o Ciudad Juárez). En el campo de la corrupción, en América del Sur solo nos gana Venezuela. Debemos mirar hacia nosotros mismos. Y conquistar las calles. Dejar de lado la vieja muletilla de “ya nos parecemos a…”. Somos nosotros y nuestros problemas a resolver. El mayor de ellos es el palurdo al que el cargo le queda grande, como le espetó el futbolista Iván “Tito” Torres, quien fuera esposo de la mujer asesinada por disparos que no eran para ella. No le queda grande. Simplemente, no le queda. Qué indigestión.

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