- Por el Hno. Mariosvaldo Florentino, capuchino.
Jesús estaba predicando en la sinagoga de su pueblo, donde las personas le conocían, donde estaban ciertamente sus parientes, sus vecinos, su amiga, sus compañeros … y allí él percibió que, aunque había una cierta admiración hacia él, al mismo tiempo había una fuerte desconfianza. Aquellos que siempre lo vieron desde pequeñito, no eran capaces de creer que él era el Mesías, enviado por Dios.
Este es un hecho muy real y común en nuestras vidas: no damos mucho valor a quienes tenemos muy cerca. “Ningún profeta es bien recibido en su patria”.
Por ejemplo, preferimos dar más valor a lo que dicen los extraños, de que a lo que dicen nuestros padres, o personas cercanas. Creemos que son mejores las cosas importadas, y dejamos de lado lo que es hecho por nuestra gente. Valorizamos los talentos de los desconocidos, elogiamos su voz, reconocemos su inteligencia, su competencia, pero los talentos de las personas que están a nuestro alrededor muchas veces ni nos damos cuenta que existen.
¿Quién de nosotros ya no se sintió dejado de lado exactamente por aquellos que deberían ser los más cercanos? Pero ciertamente también todos nosotros ya hicimos la misma cosa con los demás. El problema es que cuando somos nosotros que despreciamos nuestros cercanos, ni nos damos cuenta, sin embargo, cuando sufrimos la indiferencia o el menosprecio de parte de ellos, entonces nos duele muchísimo, y nos creemos la grande víctima de la historia.
Tengo la impresión que, a la raíz de este problema, está nuestro egoísmo y nuestra inseguridad. Por lo general, las personas que nos son cercanas son percibidas por nosotros como una especie de amenaza, pues vivimos en una constante “secreta” competición. En el ambiente familiar, por ejemplo, los hijos buscan siempre conquistar su propio espacio, y por eso contradicen a los padres, y se rebelan… los padres quieren hacer valer su autoridad ciegamente pues, a veces, se sienten amenazados por los hijos que van creciendo, que se instruyen y en algunas cosas llegan a superarlos. Entre los esposos existe una cierta disputa para ver quién decide, quien paga, quien es el más amado, quien es el más importante. Entre los hermanos desde muy pequeñitos, con los celos, se empieza a disputar la atención, el cariño, y cada uno intenta de todos los modos ser el predilecto. Lo mismo entre los compañeros de escuela, de trabajo, de asociación deportiva, del grupo de la iglesia y hasta entre amigos.
Esto se manifiesta, por ejemplo, en la facilidad que tenemos en reconocer los errores de los demás. Pueden hacer 100 cosas muy buenas, que ni nos damos cuenta, pero una que le salga mal ya nos salta a los ojos y hasta parece que nos hace bien decirlo, y parece que nos consuela y conforta el criticar los equívocos ajenos. Hacer un elogio a una persona con quien convivimos exige un alto grado de humildad y mucha madurez, pues significa colocar a la luz la capacidad del otro. Evitar de hacer una crítica exige también una gran humildad y madurez, pues en general nuestra crítica, no quiere tanto ayudar el otro a mejorar, sino que solamente puntualizar su equivoco. Queremos, en general, ensuciar la imagen de quien criticamos, pensando que así nosotros pareceremos mejores.
Tal vez hasta podamos pensar que esta competencia, aunque a veces muy sutil, sea un hecho verificable en todas las relaciones humanas cuando compartimos un espacio común. Hasta mismo, entre los discípulos de Jesús, hubo estos conflictos (Mc 10, 35-41). Tener conciencia de esto nos ayuda a, por un lado, a perdonar con mayor facilidad cuando lo sufrimos y, por otro, intentar frenarnos cuando nuestras críticas o nuestro desprecio nacen del miedo de reconocer en el otro, alguien que me supera en algo.
Para todos nosotros es mucho más fácil reconocer el bien, los valores, los talentos... en aquellos que están lejos de nosotros y no nos constituyen una amenaza. Aceptar un consejo, reconocer la razón, atender a las indicaciones, hacer un elogio a alguien con quien comparto la vida cotidiana es un gesto que exige adueñarse de sí mismo, y superar al menos en algún sentido, la tal competencia, para hacer crecer el espíritu de fraternidad.
Algo semejante sucedió con Jesús, después de proclamar su misión en su pueblo, la gente al principio estaba admirada, pero luego empezaron las críticas, las desconfianzas, el decir: “A este yo le conozco desde pequeñito ¿qué es lo que ahora nos quiere enseñar?!”. Y querían matar a Jesús, querían paralizarlo. Querían impedirlo de continuar su camino de crecimiento. Con todo, Jesús no se dejó vencer; al contrario, “pasando en medio de ellos, siguió su camino”.
También nosotros debemos aprender con Jesús cómo comportarnos delante de aquellos que nos quieren hacer el mal. Delante de aquellos que, con sus críticas o calumnias, movidos por los celos, la envidia, o la inseguridad, nos quieren llevar al barranco del desánimo, del odio, de la frustración para destrozarnos, debemos con serenidad y comprensión, perdonar y pasando entre ellos, seguir adelante como hizo Jesús. Y, sobre todo, evitar hacer lo mismo con los demás. Debemos estar siempre atentos, pues muchas veces, somos nosotros quienes buscamos conducir a nuestros hermanos, amigos y colegas... al barranco de la destrucción, a veces hasta disfrazados de quien quiere solo el bien.
El Señor te bendiga y te guarde,
El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
El Señor vuelva su mirada cariñosa y te de la paz.