• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Roa estaba convencido de que la reconciliación nacional era un camino posible. Borrar por completo las barreras artificiales levantadas por la política, dividiendo a los ciudadanos, era una utopía conquistable. Se había inspirado en lo que llamaba su “convicción esencial”: Una sola vez muere el hombre (o el tiranosaurio), pero el pueblo renace muchas veces. Para ordenar y encauzar las dispersas y anárquicas energías hacía su convocatoria a la Iglesia, las Fuerzas Armadas, los partidos políticos, poderes constitucionales, organizaciones intermedias, sociales, culturales, sindicales, obreras, campesinas, indígenas y estudiantiles, y muy especialmente al “pensamiento jurídico independiente”. Ese proceso de transición democrática –añadía en febrero de 1986, desde su exilio en Francia– es impensable sin la participación unificada del partido actualmente en el poder (Colorado) y de los partidos de la oposición reunificados en sus estructuras y electorados de base. En su “Carta abierta al pueblo paraguayo” advertía, como presagio trágico que, sin un proyecto de concordia nacional, solo se lograría “reconstruir el esquema de enfrentamientos de fracciones para desembocar en un callejón sin salida” (Del libro “Augusto Roa Bastos: autoritarismo, cultura y democracia” del suscrito).

Pero no fue la concordia la llave que abrió las puertas hacia la transición democrática, sino el tronar de los cañones. No hubo ningún acto de “renuncia y transferencia de poderes a un gobierno provisorio de concentración nacional”. Mas fue preciso nuestro supremo escritor en su radiografía de un sistema que se desmoronaba por dentro irreversiblemente. Y, también, certero en su vaticinio de que los militares –al menos una parte– no llevarían hasta el fin su apoyo “a la causa ya perdida del autócrata”. El ruido de los sables del 2 y 3 de febrero de 1989, aunque suena algo absurdo, multiplicó las fuerzas democráticas dispersas y reprimidas durante la dictadura. Era natural que así ocurriera. El Partido Colorado se reunificó, por un breve período, y la oposición se dividió en cuantas partes pudo. El sueño de Roa se había atascado en su anunciado, cuan inexorable, callejón sin salida.

Como un conjunto de islas agrupadas en una superficie determinada –más precisamente un archipiélago– definió a la oposición el agudo analista y escritor Alfredo Boccia, otrora dirigente estudiantil contestatario en la Facultad de Medicina y antiguo militante del Partido Liberal Radical Auténtico, aunque en los últimos años se mostró ideológicamente más afín al Frente Guasu. Otro activista liberal, Carlos Mateo Balmelli –también en su triple papel de analista, autor y político– describió a la oposición con otra metáfora: “Es una suerte de espejo quebrado donde nadie puede reconocerse”. En ambos casos, archipiélago y vidrios rotos, la distancia es el único elemento en común, donde cada uno mira hacia sí mismo y ninguno hacia los demás. No hay, por tanto, reconocimiento del otro. En ese ambiente de rigidez articular que inmoviliza, la oposición deberá ejercitarse en la necesaria elasticidad muscular que le permita alcanzar una alianza o una concertación mirando las elecciones del 2023.

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A diferencia de lo que muchos sostienen, el abrazo republicano no es una tradición dentro del Partido Colorado. Ese gesto de unidad no se dio en 1993 ni en el 2008. En 1998 se armó una dupla forzada después de las internas de setiembre de 1997. Argañistas y oviedistas cohabitaron sin dirigirse la palabra. Si las elecciones fueran este domingo, ese “abrazo” es de cumplimiento imposible. Y si llegara a concretarse sería una foto montada que nadie o muy pocos comprarían. A pesar de que muchos políticos, de todos los partidos, continúan atorados en el pasado, sin lucidez para descifrar los códigos de estos tiempos, el pueblo está recuperando el saludable ejercicio de la memoria. Situados en el presente, el proyecto Fuerza Republicana, apadrinado por el presidente Mario Abdo Benítez, ha estructurado su estrategia sobre tres ejes excluyentes: a) autenticidad colorada; b) liderazgo autónomo, y c) defensa de las instituciones republicanas. Aquí no reflexionamos sobre especulaciones interpretativas. Nos limitamos a transcribir textualmente expresiones tanto del jefe de Estado como del (pre) candidato y vicepresidente de la República, Hugo Velázquez, y de toda la primera línea de ese nuevo movimiento. Por tanto, desde sus propias manifestaciones tienen enfrente, por el simple método del descarte, a alguien que no representa la “pureza” colorada, sin autonomía y poco fiable para la democracia. No queda, entonces, espacios posibles para el abrazo republicano.

Según Mario Abdo, volverá a vencer al poder del dinero”; Hugo Velázquez no tiene “patrones”. Y el secretario privado de la Presidencia de la República –vocero del mandatario– asegura que se impondrán a un “proyecto económico que busca subordinar las instituciones y alterar el orden democrático”. Cualquiera sea el resultado del 18 de diciembre de este año será difícil deglutir estos vómitos. No sabemos si el alcance de esta campaña fue premeditado –porque una vez lanzada, a veces, escapa del poder de sus creadores–, pero es obvio que tiene dos paradas: la primera está fijada para las internas coloradas y despliega el eje de la “autenticidad de raíz” y la segunda apunta más lejos, en caso de que el oficialismo tuviera un veredicto adverso: el candidato del coloradismo no tendría autonomía en el ejercicio de la presidencia de la República y, peor aún, representaría las pretensiones de “alterar el orden democrático”. La oposición ya solo precisa de un acuerdo. Ya tiene el discurso servido. Estamos ante un futuro de espejos y abrazos rotos. Cada vez queda más lejos el proyecto de reconciliación nacional, no necesariamente de unidad, como camino cierto para construir, desde el lugar que nos toque, una real democracia. Buen provecho.

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