DE LA CABEZA

  • Por el Dr. Miguel Ángel Velázquez
  • Dr. Mime

Hace unas semanas escribía en esta columna acerca de la importancia cerebral de leer un buen libro. Muchas personas me dijeron que ignoraban qué tanto bien podía hacerles la lectura, de hecho, consideraban el hecho, sí, como un pasatiempo que servía como educación, distracción, cultura, pero realmente todos me dijeron que en verdad desconocían lo que íntimamente hacía la lectura sobre el cerebro y su funcionamiento.

De hecho, no exagero para nada cuando les cuento que el leer cambia la química, física, anatomía y fisiología del cerebro, y lo transforma en la medida de cuanto logre el texto despertar tu curiosidad y, sobre todo, tus emociones. Si lo pensamos bien, la lectura en la historia de la humanidad es el verdadero salto evolutivo de la mente. Leer es un proceso artificial y reciente. La capacidad de hablar la hemos adquirido por procesos de mutaciones genéticas con el homo habilis hace unos 2 a 3 millones de años, y desde aquel entonces, los humanos nacemos con los circuitos neuronales del lenguaje, aunque vale la pena aclarar que la acción de hablar solo se aprende en contacto con otros.

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Cuando nacemos, nuestro “disco duro mental” está vacío y debemos llenarlo con material de información. A diferencia del lenguaje, la lectura nació hace apenas unos 6.000 años por la necesidad de comunicarnos más allá de la tribu propia, del corto alcance del boca a boca. Además, su base no es genética sino artificial o, mejor dicho, cultural. Leer es un proceso que al no estar genéticamente codificado (y, por tanto, no es transmitido por la herencia) se repite costosamente en cada ser humano y necesita cada vez del trabajo duro del aprendizaje y la memoria. Leer, y desde luego leer bien o muy bien, requiere un laborioso proceso de aprendizaje, atención, memoria y entrenamiento explícito que dura años, e incluso, gran parte de toda la vida si se aspira a leer de un modo altamente eficiente, aunque no debe necesariamente representar sufrimiento como lo hacen los pobres niños a quienes se les obliga a leer en los ambientes educativos que desconocen por completo el funcionamiento del cerebro humano. Y hoy ya sabemos que, como decía Leslie Hart, “querer enseñar sin saber cómo funciona el cerebro es como querer construir un guante sin nunca haber visto una mano”.

La neurociencia ha demostrado que para aprender a leer, hay ciertas partes del cerebro que tienen que haber madurado previamente, algo que puede llegar a suceder a los 3 años, pero que por lo general culmina cuando tienen 6 o 7 años. Por eso, lo aconsejable es que la lectura se empiece a enseñar formalmente a los 7 años, edad en la que, casi seguro, las áreas cerebrales base de la lectura están en todos los niños lo suficientemente desarrolladas y maduras para captar en todo su sentido y emoción la tarea de comenzar a leer. Precisamente esa es la edad en la que se empieza a aprender a leer en ese país tan avanzado en la enseñanza que es Finlandia. Hay que tener en cuenta que, además de que forzar a un niño a aprender a leer prematuramente y que puede provocarle un sufrimiento y frustración innecesarios, el hecho de que lo logre a los 3 o 4 años no tiene trascendencia alguna a futuro. En otras palabras, no le da una ventaja académica ni lo hace más inteligente. Hoy sabemos que la maduración cerebral tiene un componente genético, pero también uno cultural, vinculado, sobre todo, al hogar: crecer con padres que leen o te leen, tiene una dimensión emocional que facilita enormemente el aprendizaje de la lectura.

Si bien el cerebro no está genéticamente diseñado para leer, este órgano posee una propiedad clave para lograrlo: la plasticidad. La palabra proviene del griego “plastikós”, que significa “cambio” o “modelado”. Quizás el máximo ejemplo sea que aprender a leer modifica la función de un área del cerebro principalmente programada para identificar formas y detectar caras, la cual también pasa a procesar y construir palabras. Lo que enseña el maestro tiene la capacidad de cambiar los cerebros de los niños en su física y su química, su anatomía y su fisiología, haciendo crecer unas sinapsis o eliminando otras y conformando circuitos neuronales cuya función se expresa en la conducta. Cada persona cambia no solo en función de lo vivido, sino también de lo leído. Y es que, finalmente, leer no es un acto pasivo de absorción de lo que hay escrito en un determinado documento o libro, sino un proceso activo, o recreativo (“volver a crear”) si se quiere, de lo que allí se describe. Implica activar un amplio arco cognitivo que involucra la curiosidad, la atención, el aprendizaje y la memoria, la emoción, la consciencia y el conocimiento. Y, como escribió alguien que estaba, como nosotros, DE LA CABEZA, el filósofo italiano Umberto Eco, “el que no lee, a los 70 años habrá vivido solo una vida. Quien lee, habrá vivido 5.000 años. La lectura es una inmortalidad hacia atrás”. Nos LEEMOS en siete días.

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