- Por el Hno. Mariosvaldo Florentino
- Capuchino
“Jesús les dijo: ‘Les aseguro que esta viuda pobre ha dado mucho más que todos ellos. Pues todos han echado dinero que les sobraba; ella, en cambio, ha dado lo que había reunido con sus privaciones, eso mismo que necesitaba para vivir’”, Mc 12, 43-44.
De nuevo nos encontramos con un texto que nos habla sobre la diferencia entre la lógica del Reino de Dios y aquélla del mundo. Unas moneditas, para Jesús, valen mucho más que grandes sumas en dinero o en joyas.
¿Será que Jesús no sabía calcular? ¿Será que él no entendía que con algunos millones se podría dar de comer a mucha gente, y al contrario que con algunas moneditas tal vez no se pueda satisfacer ni mismo a una persona? ¿Cómo es posible pensar que donar un ladrillo pueda ser más valioso que donar una casa, un hospital, un orfanato? Sin embargo, es así: para Jesús, aquella pobre viuda dando sus moneditas, donó mucho más que aquellos ricachones que dieron algunos millones. ¿Por qué?
Creo que podemos intuir que para Dios no son importantes los números absolutos, pero sí los relativos, esto es, aquellos que están relacionados con nuestro ser personal.
Aquí encontramos una de las verdades más bonitas del evangelio: Dios no se deja impresionar con los números, sino que guarda el corazón. No es porque los ricos pueden hacer muchas más obras de caridad que están en ventaja delante de Dios. Por ejemplo, cuando una persona hace una gran donación, una gran obra de caridad, pero delante de sus bienes lo que dio no significa nada, esto es, que no tuvo que cambiar nada en su vida, o que al final del mes ni sintió falta (y que a veces hasta consigue descuentos en el impuesto de renta), esa persona delante de Dios, tiene menos méritos que una familia sencilla, que se priva de algo para poder servir a alguien necesitado, o que recibe un niñito en casa para que pueda estudiar, y entonces porque son pobres tienen que trabajar un poco más, dividir mejor la comida y hasta privarse de algunas comodidades.
Madre Teresa de Calcuta sintetizó muy bien este parámetro evangélico en la siguiente frase: “Amar es dar hasta que duela.” Esto significa que la caridad, el amor, tienen valor cuando es verdaderamente sentido por quien lo practica, cuando no es solo un gesto superficial de dar lo que sobra. Una autentica caridad tiene que dejar marcas, tiene que ser sentida, tiene que ser exigente, sea para el rico, sea para el pobre. Entonces ¿Cuándo un rico puede hacer una caridad significativa delante de Dios?: cuando él dona algo que signifique una real renuncia, cuando por ejemplo él hace un ayuno y dona el equivalente de su banquete, cuando renuncia a un viaje de vacaciones y dona su valor. Esto es, cuando lo que él dona manifiesta una efectiva renuncia en su vida, y no es solo algo que le sobra.
Esto viene a desnudar una frase tan común que escuchamos: “¡me gustaría tener mucho más para poder dar más!”. Esta frase solo tiene sentido delante de la lógica del mundo, pues para Dios es una pavada. Para él, el pobre puede hacer tanta caridad cuanto el rico, ya que no es importante cuanto se dona, sino lo que significa para la persona que lo ha dado. Quien no es capaz de dar de lo poco que posee, como un gesto de real desprendimiento, aunque tenga mucho más, igual no será capaz de hacerlo. El pobre que no sabe ser generoso en su pobreza, es inútil decir que “¡me gustaría tener mucho más para poder dar más!”, pues cuando tenga mucho tampoco será generoso.
Es verdad, que a veces en la Iglesia, nosotros los sacerdotes, tan preocupados con el bien que debemos hacer hacia los demás o con la eficiencia de nuestro apostolado, nos quedamos muy contentos y agradecemos mucho, cuando nos llega una grande donación hecha por un millonario, y nos olvidamos de dar valor a la pequeñita oferta de un pobre. Sin embargo, Dios que no se deja ilusionar con las grandes cifras, sino que está atento a la medida del corazón, no deja pasar desapercibido ni el menor gesto de verdadera caridad. Él no hace comparaciones entre los que aportan, pero se interesa particularmente por cada uno.
Señor Jesús, danos la gracia de ver como tú, que reconociste en la humilde donación de aquella pobre viuda, la mejor donación que recibió el templo en aquel día. Danos también un corazón verdaderamente generoso, que sea capaz de no acomodarse y medirse por los demás, sino que pueda dar todo lo que esté de acuerdo con nuestras posibilidades.
El Señor te bendiga y te guarde,
El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la paz.