Seguimos un sábado más y con más Neuromitos que destruir en esta columna semanal. ¿Vamos?
LOS TRES PRIMEROS AÑOS SON DECISIVOS: dice la leyenda urbana que conviene exponer a los bebés a conceptos, palabras, historias y percepciones complejas en esa etapa... como si alguna mamá ha expuesto a su hijo a interminables sesiones de Mozart o a contemplar pinturas de Dalí buscando que sea artista como ellos. Si viste algunos padres así, probablemente esos pobres niños sean víctimas del mito de que los primeros tres años de vida son absolutamente críticos para el desarrollo del cerebro, y que, por ello, hay que atiborrarles de estímulos. Se considera que así se puede lograr que sean personas brillantes, inteligentes, exitosas y competitivas más adelante. Estimadas y estimados: no hay ninguna evidencia científica que avale estas presunciones.
Es cierto que a esas edades se aprende. El cerebro sufre entonces profundos cambios en las conexiones y la forma de sus neuronas y otras células. La información contenida en los genes y todo lo que el niño toca, ve y oye, produce estas transformaciones. Los bebés aprenden desde que nacen, pero van a su ritmo. En ese tiempo, el cerebro pasa de llegar a unos 400 o 500 gramos, en el nacimiento, a alcanzar los 1.000 gramos a los tres años. A esa edad, el número de sinapsis en el cerebro crece a una tasa de entre 30.000 y 50.000 por segundo en cada centímetro cuadrado de la corteza cerebral. Pero, a estas edades, los niños se relacionan con el ambiente a través de las emociones y mecanismos básicos de refuerzo (placer y evitación del dolor), el afecto y el juego, no hay códigos o mecanismos cerebrales, para captar lo abstracto, las ideas, los conceptos. Por ello, en los primeros años, el niño debiera aprender especialmente de modo directo, de la propia naturaleza, usando sus sentidos. No será hasta los seis o siete años, cuando podrá comenzar a comprender conceptos e ideas complejas.
ESCUCHAR A MOZART HACE DE LOS BEBÉS MÁS INTELIGENTES: No hay evidencias científicas que sugieran que escuchar a Mozart en bucle aumentará su coeficiente intelectual. Parte de culpa de este mito la tiene un estudio publicado hace más de dos décadas en la prestigiosa revista Nature, en el que se concluyó que los universitarios que escucharon una sonata para piano del compositor vienés aumentaron temporalmente su capacidad intelectiva. Desde entonces, surgió el mito del «efecto Mozart», según el cual la música de este prodigioso compositor puede potenciar la inteligencia. Estudios posteriores han mostrado que, paradójicamente, el efecto Mozart no es exclusivo de la música de Mozart. Otros tipos de música agradables y placenteros –algunos excluirían a Maluma, yo absolutamente excluiría a Arjona de forma categórica–, la lectura de pasajes de alto contenido emocional y una taza de café también pueden provocar esa activación.
En general, hoy se acepta que, de tener el «efecto Mozart» pequeñas consecuencias sobre el razonamiento abstracto o el procesamiento espacio-temporal, estas pueden ser activadas por cualesquiera estímulos que resulten «ligeramente excitantes». Bastarán para activar el sistema nervioso autónomo y producir una respuesta de «despertar» o excitación agradable. Otra cosa que se ha averiguado es que tocar un instrumento musical, es una actividad muy beneficiosa. Esta práctica requiere de la participación simultánea de áreas de la corteza relacionadas con la visión, la audición y el tacto, junto a áreas motoras. Por ello, más que oír a Mozart, ejecutar un instrumento repercute de modo positivo en las habilidades cognitivas de los niños, en particular en el lenguaje y los procesos atencionales. Pero también en la propia percepción y discriminación de estímulos además de en la memoria de trabajo y el control motor
EL CEREBRO ES UNA COMPUTADORA: Decir que el cerebro es como una computadora es como comparar la huerta de mi abuela con el planeta Tierra. Sabemos que el cerebro recibe información, que la procesa y que produce una respuesta. La computadora es una máquina cuya estructura y funcionamiento se conocen totalmente, mientras que el cerebro humano es un órgano cuyo funcionamiento “íntimo” no se conoce aún. Es el resultado biológico (no final) del proceso evolutivo, consecuencia de millones de años de azar y reajustes en ese duro banco “real” del prueba-error que es la naturaleza.
No puede compararse a un ingenio informático, cuyo origen se remonta, como mucho, a unos cien años, mientras que el cerebro es un órgano elaborado por la naturaleza durante millones de años. A pesar de todo lo que se sabe sobre neuronas y regiones cerebrales, el funcionamiento efectivo y como un todo del cerebro es desconocido. Se sabe que su complejidad es tal, que es capaz de ser «flexible y abierto» y de elaborar procesos mentales conscientes. El resultado es que es extremadamente versátil, y que no se comporta de la forma rígida y limitada de una máquina. Por ejemplo, cada una de las 80.000 millones de neuronas que existen –unas pocas menos que estrellas hay en la Vía Láctea–, por término medio, en un cerebro, están decidiendo, computando y dialogando de forma dinámica con las otras neuronas en todo momento.
De hecho, cada conexión entre neuronas cambia constantemente su microestructura física y química, su funcionamiento y su anatomía, en períodos de 24 horas en el maravilloso proceso que conocemos como neuroplasticidad. Al final, el trabajo de este complejísimo órgano logra –en la mayoría de los casos– que su poseedor permanezca vivo y consiga sus objetivos en un mundo complejo, peligroso y cambiante. ¿Qué computadora tendríamos que construir para lograr lo mismo? ¿Cuál sería capaz de sentir emociones, evitar un accidente, analizar información y sacar conclusiones, tener nuevas ideas o amar?
Es apasionante, es divertido, aunque, como algunos lectores me manifestaron, pueda arriesgarme a “destruir” la magia. ¿Seguimos destruyendo Neuromitos DE LA CABEZA en una semana?