• Por Esteban Aguirre
  • @panzolomeo Ñembonvivant

A inicios del 2018 envié este mensaje a todos mis contactos:

“Mensaje a quien quiera en un futuro cercano encontrarse conmigo en el mundo análogo.

Estoy saliendo del What­sapp, por tiempo indefi­nido. Ya había probado esto por 6 meses en un periodo en el que esta red -dema­siado- social no tenía la incidencia que tiene hoy. En ese entonces sentía la misma sensación que siento hoy, me siento interrum­pido y descomunicado.

Estaré a tiro de llamada, sms y mail. Las ganas de volver a vernos en el mundo real y escuchar las historias sin trailers del Whatsapp están más que presentes, así que si se quema vaca o algún vegetal tb recibo señales de humo y/o batiseñales como posibles medios de comu­nicación.

Un abrazo en 3D

Salú!

Panza”

Esta es la historia de todo lo aprendido en el proceso.

Era un lunes, ¿o un mar­tes?, no un lunes. Estaba empezando a movilizarme como para ir a la oficina, esto es una ocurrencia que ocurre a las 11 de la mañana, no crean que esta historia se trata

del cliché del estrés y que el tiempo se escapa de nuestras manos, todo ese mambo ya lo había supe­rado a inicios del 2000 cuando decidí convertirme en un universitario de la calle o #Gooniversitario (dícese de aquella persona que adquiere su inteligen­cia artificial de Google y se rehúsa a pagarla en algún instituto de educación “superior”).

En ese momento ya había definido que para mí el tiempo es dinero en el sentido literal. No quiero consumir nada puntual­mente, por lo cual cualquier ingreso que tenga lo busco para convertir en tiempo, sea tiempo de aprender yoga para cumplir el sueño de finalmente rascarme las bolas con los talones, o tiempo para tener tiempo a ser “desperdiciado” ante los ojos que observan y callan, o invertido ante mis ojos y mi propio andar.

No. Esta historia se trata de presencia. De que aunque tengas una noción de cómo es el tiempo en la sociedad que habitas, aún te encon­trás suscrito a la misma; por ende, dicho tiempo no es tuyo, sino horas que toda­vía están sujetas al tácito contrato social que hace­mos mientras no logremos salir de aquella carrera de ratas que el autor Daniel Lang convirtió en pala­bras en los años 50, mien­tras hacía la reseña del libro “A Farewell to String and Sealing Wax” de Samuel Goudsmit.

Estar presente significa que aprendiste de tu ayer, sos dueño de tu hoy y no te apura el mañana. Estar presente significa que tu cabeza está analógica y digitalmente en el mismo lugar, que tu conciencia no anda vagabunda entre un scroll y otro, sino admi­rando con todos los sen­tidos ese lugar en donde te encuentra el ahora. Tu ahora.

La idea de dejar momentá­neamente Whatsapp nació mientras estaba haciendo fila para bajarme de un avión. Si bien yo venía de un viaje de trabajo (no nego­cios), mi vuelo tuvo una conexión previa a llegar a tierra paraguaya con algún destino playero vacacio­nístico en donde la gente va a reposar; por tal motivo el avión venía cargado de vacacionistas bronceados que no extrañaron el día lunes para nada. Lo que me llamó la atención profun­damente y me mandó por este espiral hasta llegar a la idea de aflojar con la pantalla fue que mientras hacíamos fila para bajar­nos de la aeronave (como dice mi abuelo), las con­versaciones no eran de lo linda que estaba la playa, o la temperatura del agua, o el daiquirí de apepú de tal o cual lugar, no. Las conver­saciones eran básicamente esto, una y otra vez.

“Qué bárbaro, lo bien que pasamos, no miré mi celu­lar ni una sola vez”, “Mara­villa, vuelvo con la cabeza nueva, ni un solo mensaje no respondí”. Ese fue el momento en que, acompa­ñado con el sonido de desa­brochar los cinturones, mi cabeza me tocó el hombro y me dijo “Eureka”.

Dejar Whatsapp o cual­quier red social, aunque sea por un breve periodo, es algo que se lo

recomiendo a tod@s. Ven­dría a ser una versión más práctica (o no) del año sabático que nunca te ani­maste a tomar. Un tiempo para viajar en el tiempo contigo mismo, volver a recordar números con la memoria, tocar el timbre, estar genuinamente sor­prendido con una historia que te cuentan en un asado.

No hago apología a esta decisión, ni juzgo a quie­nes le parece una locura. Pero sí instó a quienes tienen curiosidad de ver cómo se siente a empezar de a poco, dejando o mejor dicho “olvidando” un día aleatorio de la semana el teléfono en el cajón de las medias. Salir a la calle con conciencia de que ese día te van a tener que ubicar en algún teléfono amigo, sea la línea baja del trabajo, o el celular de la persona con la que vas a estar. Esa es la única regla para que la gente no se preocupe por vos ni viceversa. Avi­sar a una persona que sepa cómo ubicarte. Es el único momento en que la noción de que las malas noticias viajan rápido te da cierta calma que el silencio de las notificaciones signi­fica nomás luego que está todo bien. Todo muy bien.

Etiquetas: #visto#convertí

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