- Por Aníbal Saucedo Rodas
- (por las transcripciones)
- Periodista, docente y político
El carácter pacífico, aunque enérgico, de las manifestaciones refuerza la legitimidad de los reclamos. La exacerbada violencia que vimos en los últimos días no es propia de las organizaciones campesinas que cada año llegan hasta Asunción en repetidas marchas de protestas y reivindicaciones, por lo que no es desacertado suponer que fue ejecutada por infiltrados que amenazan con desacreditar la razón misma de las históricas luchas por la tierra en nuestro país.
La agresión salvaje hacia los policías y la destrucción e incendio de vehículos, propiedad de personas ajenas al conflicto, solo pueden ser justificadas por quienes alientan la ideología de la violencia como instructivo para el cambio. Pareciera que el Gobierno dejó deliberadamente abiertos los espacios para que estos incidentes se produjeran. O su equipo de seguridad es absolutamente inútil para prever eventuales desmanes como los que finalmente sucedieron. Cualquiera sea la respuesta es una actitud, como mínimo, censurable. La cabeza del ministro del Interior ya debería estar en una bandeja.
Es atribución-responsabilidad del Estado corregir las desigualdades entre quienes acaparan tierras y los que no tienen un metro cuadrado para trabajarla. Y en esa función ha fallado sistemáticamente. Existe un manual que marca la hoja de ruta. Se llama Constitución Nacional. El artículo 109 “De la propiedad privada” suele ser aviesamente recortado. Es más largo de lo que habitualmente se recita. Textualmente expresa: “Se garantiza la propiedad privada, cuyo contenido y límite serán establecidos por la ley, atendiendo a su función económica y social, con el fin de hacerla accesible para todos.
La propiedad privada es inviolable. Nadie puede ser privado de su propiedad sino en virtud de sentencia judicial, pero se admite la expropiación por causa de utilidad pública o de interés social, que será determinada en cada caso por ley. Esta garantizará el previo pago de una justa indemnización, establecida convencionalmente o por sentencia judicial, salvo los latifundios improductivos destinados a la reforma agraria conforme con el procedimiento para las expropiaciones a establecerse por ley”. Ese “pago previo” fue el nudo de acalorados debates en la Convención Nacional Constituyente. Pero, finalmente, así quedó redactado. Yo voté por la otra versión.
Las invasiones no son el camino. Ya han demostrado su peligrosa ineficiencia. La masacre de Curuguaty, del 15 de junio de 1912, con su saldo de 17 muertos (once civiles y seis policías), evidencia las grietas de esa metodología. Fue el detonante de un juicio político que destituyó a un presidente de la República. Justamente el que había avalado este procedimiento como “el último recurso de los campesinos”. Aquí se impone un gran pacto social entre el pueblo campesino y los tres poderes del Estado para que, con instituciones serias y creíbles, la reforma agraria consagrada en nuestra Ley Fundamental deje de ser letra muerta para transformarse en acciones concretas que contribuyan a mejorar la calidad de vida de los trabajadores del campo y sus familias. No se trata del simple reparto de tierras. Es mucho más que eso.
Lo que dice, al respecto, el artículo 114 de la Constitución Nacional: “La reforma agraria es uno de los factores fundamentales para lograr el bienestar rural. Ella consiste en la incorporación efectiva de la población campesina al desarrollo económico y social de la Nación. Se adoptarán sistemas equitativos de distribución, propiedad y tenencia de la tierra: se organizarán el crédito y la asistencia técnica, educacional y sanitaria; se fomentará la creación de cooperativas agrícolas y de otras asociaciones similares, y se promoverá la producción, la industrialización y la racionalización del mercado para el desarrollo integral del agro”.
¿Cuántos de esos enunciados pueden ser objetivamente cuantificados mediante la evaluación de programas y proyectos destinados a los sectores rurales? La tecnología facilita medir el impacto de esas políticas públicas específicas, si las hubiera. Una base de datos posibilitará corroborar si la venta de derecheras, en complicidad con las autoridades, es una práctica común o es solo un pretexto para no avanzar hacia una auténtica reforma agraria. Y si es verdad, en qué porcentaje. De paso, detectará los latifundios improductivos, los que deberían ser desalentados mediante un sistema tributario que, en contrapartida, estimule la producción, según nuestra Constitución. Y permitirá llegar a la raíz de las tierras irregularmente repartidas durante la dictadura, que deben retornar a manos del Estado. Son estas cuestiones las que deben ponerse sobre la mesa en el momento de ese necesario consenso social.
En este campo, los colorados tienen (tenemos) memorias que rescatar. Como la del doctor Antolín Irala, cuya ley de “homestead”, en los primeros años de 1900, lo convirtió en uno de los precursores de la reforma agraria en el Paraguay, y la del joven Roberto L. Petit, quien, “apoyado por la dirección política del grupo gobernante, toma la bandera de la reforma agraria, arriada durante la era de Morínigo (Higinio), y se esfuerza en restablecer las bases de la institución encargada de su ejecución (Departamento de Tierras y Colonización) y en dar cumplimiento a las disposiciones del Estatuto Agrario” (Doctor Carlos Pastore, liberal). Salud.