• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Vivimos en una sociedad –y, por qué no, en un mundo– donde se sataniza a los partidos políticos, pero se deja seducir por algunos liderazgos surgidos de los mismos. Al volverse imposible encontrar la perfección de la virtud y de los ideales en estas organizaciones y, especialmente, la escasa o nula correspondencia entre sus programas doctrinarios y la realidad, se apela a encontrar esa “perfección” en uno o dos dirigentes bajo la apariencia de “los mejores”. Así se entronizan los “mesiánicos” e “iluminados” que declinan sintomáticamente hacia regímenes autoritarios con formalidades democráticas. De ahí la pertinencia de fortalecer los partidos políticos en su definición esencial, empezando, en nuestro caso particular, con la concienciación ideológica de sus cuadros que, a su vez, contribuirán a la constitución de una ciudadanía crítica. Por de pronto, las ideas están desplazadas por el practicismo electoralista, resintiéndose notoriamente la calidad de la democracia.

En esa definición esencial, los partidos políticos son una especie de mediadores entre elegidos y electores, de acuerdo con la clásica explicación de Maurice Duverger (1978), añadiendo que, aunque discutida, esta mediación es indispensable. “Sin los partidos, el funcionamiento de la representación política es imposible”. De esa esencialidad surge el imperativo del “encuadramiento ideológico”, considerando que es imprescindible que un sector importante de ciudadanos se reconozca en esos partidos para hacer posible cualquier triunfo electoral. Y ese reconocimiento se sostiene en una ideología compartida que expresa sentimientos, ideas y aspiraciones. Y para concluir el párrafo, el desarrollo de los partidos políticos -en la visión de nuestro autor- permitió oponerse con éxito a las “élites sociales tradicionales y a los notables inamovibles”.

Nos corresponde a nosotros analizar la posición de los partidos políticos paraguayos y su ubicación en ese contexto descrito por el politólogo, catedrático y político francés. Quizás pueda ayudarnos la función principal que les concede la socióloga Anna Oppo, en su contribución al Diccionario Político (Bobbio, Matteucci, Pasquino), como instrumentos a través de los cuales “los grupos sociales (…) han podido expresar de manera más o menos completa sus reivindicaciones y sus necesidades y participar de manera más o menos eficaz en la formación de las decisiones políticas”. Los partidos son, al mismo tiempo, transmisores de las demandas ciudadanas, con pretensiones de eficacia, y sujetos de la “acción política con la finalidad de conquistar el poder y gobernar”.

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Partamos de lo evidente. Todos los partidos políticos tienen el deseo de conquistar el poder, aunque sea una parte de él. Como los que fueron creados con la limitada ambición de ingresar a la representación parlamentaria. Una ambición limitada, pero legítima, tomando en cuenta que el Congreso de la Nación es uno de los espacios más propicios para ejercer el papel de mediadores para que las demandas populares sean satisfechas. Por eso, conscientes de sus imposibilidades electorales para alcanzar el gobierno, a lo sumo están a la pesca de concertaciones, acuerdos o alianzas con otras organizaciones mayores mirando de reojo los cargos dentro de la burocracia estatal ante un eventual triunfo. Así van recorriendo el amplio arco ideológico sin permanecer en ninguno. Esas incompatibilidades, como es lógico, dificultan cualquier acción conjunta pues existen discrepancias sobre cuestiones fundamentales, de orden social y económico, que terminan por dispersar y atomizar las fuerzas unidas exclusivamente por afanes electoralistas. Los partidos de participación masiva también han olvidado esa función, sumidos en interminables e improductivas querellas intestinas que los desvían de las postergadas reivindicaciones en materia de salud, educación, tierras, trabajo y protección social.

Evaluados, aunque someramente, la función y finalidad de los partidos políticos, nos queda pendiente una tercera cuestión: que amplios sectores de la sociedad puedan reconocerse en ellos (en los partidos) mediante una ideología claramente expuesta. Este es un punto crucial y contradictorio. Crucial porque habilita a los ciudadanos a identificarse o no con las creencias y valores específicos que movilizan los comportamientos políticos colectivos. Y contradictorio porque a una ideología definida en el discurso se opone la actuación de sus líderes más visibles. Este desencuentro entre la declaración y la acción, generalmente, ocurre dentro de las organizaciones pequeñas y fluctuantes, algunas manejadas como empresas familiares. En los partidos tradicionales las cosas no se ven mejor por la confusión que distorsiona su visión política. Al Radical Auténtico habría que preguntarle a qué liberalismo representa. El Nacional Republicano se ha desvinculado de su tradición doctrinaria, con la agravante de que van desapareciendo los últimos escudriñadores de su razón ideológica.

En las últimas semanas tuve un irrefrenable impulso de releer a Roberto L. Petit. Ante la posibilidad real de que el pensamiento quede sepultado por el interés, siempre es saludable volver al principio: “Hay que conocer el ideal partidario, sentirlo y amarlo, armonizando lo conceptual y lo emotivo. Así la convicción será indestructible y la posibilidad de errores o desviaciones se limitará al mínimo”. ¿Se estará sintiendo, setenta años después, ahí donde esté, como Juan el Bautista? Buen provecho.

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