• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

La historia del Partido Nacional Republicano es relatada en el presente desde el sesgo conveniente de sus adversarios y el descuidado olvido de sus propias autoridades. Este saldo deficitario de los colorados empieza a contarse a partir del ingreso al período democrático, en febrero de 1989. De lo anterior a esa época, que debemos medirla desde 1954, su “academia de formación política” tenía como exclusivo propósito alinear y alienar las mentes juveniles para el culto ciego al “único líder”. La capacitación se convertía, entonces, en un pretexto para el sometimiento. El movimiento militante-combatiente-estronista “hasta las últimas consecuencias”, que se presentó como pieza de recambio del “tradicionalismo oligárquico”, vino a confirmarnos que aquellos cursos doctrinarios solo sirvieron para el servilismo y la pleitesía al déspota. Con la ascensión del “Cuatrinomio de oro de la fe y la esperanza” –los nuevos vientos para viejas banderas– se enquistaron en el poder de la Junta de Gobierno la incurable sumisión y la más pura e incontaminada ignorancia. Felizmente, aquel atraco a la Convención Colorada del 1 de mayo de 1987 representó, al mismo tiempo, la decadencia terminal del régimen. Pero debemos lamentar que se fue la dictadura, pero no su extendida práctica, en todos los partidos (como penoso consuelo), de privilegiar la adulonería por encima del conocimiento y las convicciones ideológicas.

Paradójicamente, algunas conferencias, convertidas posteriormente en folletos, tenían un valor subyacente que hoy puede rescatarse sin la sombra del personalismo inculto y bárbaro. Dejando de lado “la más pura corona de laurel en la frente del presidente (Alfredo) Stroessner”, son materiales que permiten reconstruir la línea doctrinaria del Partido Nacional Republicano desde el método histórico-crítico para interpretar el documento fundacional del 11 de setiembre de 1887 y las vidas y obras, también editadas en cuadernillos, de grandes personalidades como Blas Garay, Ricardo Brugada (h), Juan Crisóstomo Centurión, Enrique Solano López, Fulgencio R. Moreno, Ignacio A. Pane o Natalicio González. Así como el aporte intelectual de cada uno de ellos para la consolidación ideológica de la Asociación Nacional Republicana.

El Programa de 1887, que luego se popularizó como Manifiesto, es para muchos colorados lo que la Biblia para muchos cristianos. Solo conocen el título o la cubierta del libro. Por eso nadie deberá extrañarse que un ex presidente de la Junta de Gobierno –del cual yo era miembro– se levantara ofuscado en plena sesión para reclamar que se cambie en un “comunicado” el nombre del Partido Nacional Republicano por el de Partido Colorado, exigiendo, además, conocer al “autor de este sacrilegio”.

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Sugerirle que lea la primera línea del Programa-Manifiesto sería un abuso, pero, al menos, tenía la obligación de conocer las letras de la polca “Colorado”. Esa es la cruda y complicada línea de largada para avanzar hacia esa propuesta trazada en 1951 por Roberto L. Petit: “Hay que conocer el ideal partidario, sentirlo y amarlo, armonizando lo conceptual y lo emotivo”. E insistía: “Hay que capacitar al pueblo y hacer que la política no solo se sienta, sino que, también, se piense racionalmente, de manera a elevarla a planos superiores, jerarquizarla y hacer de ella lo que necesariamente tendrá que ella ser: una actividad enderezada totalmente al bien público”.

Hoy en día, el coloradismo bordea, peligrosamente, la pérdida completa de sus raíces doctrinarias. Ese pasado extraviado del Partido Nacional Republicano es, en gran parte, carga atribuible a quienes tuvieron la responsabilidad de su conducción desde 1954 para adelante. Se juzga al partido fundado por el general Bernardino Caballero por su historia reciente. Una historia escrita desde la apología y la detracción, pero nunca desde la imparcialidad. Debe retornar, este partido, a sus “fuentes sociales” como reclamaba –casi con angustia– el doctor Osvaldo Chaves en la convención del 1 de mayo de 1989. Desde aquellas “leyes sabias y protectoras para la campaña” de sus mismos orígenes, que refutan toda posible influencia liberal, hasta la famosa proclama de Blas Garay: “Somos partidarios de la intervención del Estado. El Estado debe hacer algo, pensamos nosotros, en contraposición de los que creen que lo mejor que hay que hacer es no hacer nada”.

Fulgencio R. Moreno recibe ambos legados. “La intervención del Estado en la esfera económica es una condición necesaria para el desarrollo progresivo y la integración constante del cuerpo social (…) La doctrina liberal merece la calificación de bárbara, y contra ella protesta la conciencia del género humano que no puede admitir, en ningún orden de relaciones, la sustitución del derecho por la fuerza y repudia la preponderancia del más rico con la misma energía que la del más fuerte”.

Existe también otro Partido Colorado ignorado por la mayoría de los propios colorados. Memoria que continúa sepultada bajo el estruendo de las campañas electorales y la política de la inmediatez y los resultados. A una democracia sostenida en el régimen de partidos, le vendrá bien que la Asociación Nacional Republicana recupere su tradición que, en la definición de Pedro Pablo Peña, es la herencia que el presente recibe del pasado y transmite, acrecentada, al porvenir. Buen provecho.

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