- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Uno siempre está tentado a idealizar la política como un foro donde la filosofía asume su manifestación operativa. Donde la sabiduría, con criterios de razón, formula ideas lúcidas, claras y sencillas que aportan a la expresión de una ciudadanía crítica. Que sea como el imán que atraiga al debate porque en él la exposición y la devolución tienen el mismo rigor de seriedad, ingenio y erudita agudeza. Y, de tanto en tanto, una porción de ilustrado humor. Este intercambio creativo y abierto hace bien a la democracia. Porque la sociedad disfruta de escuchar un mensaje construido con categorías lógicas, y es impelida a involucrarse porque se siente parte de un proceso de calidad ascendente, en perpetuo perfeccionamiento. En ese dominio la oratoria es persuasiva, no manipuladora ni demagógica, porque el discurso es el anuncio de la acción. El testimonio de la coherencia es la fuente de la credibilidad que conduce a la confianza. La utopía deja de ser, entonces, el sitio de los sueños inalcanzables para transformarse –como bien lo explicaba aquel profesor– en la reflexión anticipadora de la realidad. El ejercicio previo e ineludible es la reflexión. Ella es imprescindible para revertir esta actualidad empobrecida por todos los sinónimos posibles de la mediocridad y la descomposición moral.
Esa visión política idealizada –pero no imposible– contrasta con un ambiente de rezagados culturales y de “algunos intelectuales que ambicionan el poder solo para sus latrocinios, empleando sus posiciones oficiales, su energía y su actividad en obtener pingües beneficios, importándoles un ápice las necesidades y el bienestar de la sociedad”. Hasta la frase de Juan León Mallorquín quedó desfasada, no en cuanto al “afán de lucro les obsesiona”, sino porque en el ámbito del poder sobresalen aquellos lectores de solapas y resúmenes de contratapas, y quienes no superaron la faceta del “doctus cum libro”, incapaces de pensar por sí mismos y de construir sus propios pensamientos. Se restringen a la repetición memorística de todo cuanto leen y creen saber. No son intelectuales siquiera en el sencillo concepto de problematizadores de los hechos. Sobran los dedos de una mano para distinguir de ese tsunami de medianías a quienes son genuinos hacedores de ideas en este avasallado campo de la política. Avasallado por quienes ni siquiera se inmutan ante la perpetración de sus tropelías y felonías hasta contra el más mínimo acto de razón y de ética. Ni hablemos de las impúdicas violaciones al idioma.
La cotidianidad nos invita a desembarcar en este territorio herido por impostores e improvisados. Y de una parte de la sociedad que se regodea en el morbo. En especial esta semana, que tuvo un saldo de viejos mitos que merecen ser analizados. El tema central de un debate –la infidelidad– del que participaron cuatro diputadas de diferentes partidos políticos solo sirve para el chascarrillo popular. Pero una de ellas, aparte de sus confesiones íntimas, volvió a lanzar el desafío de que “la mujer tiene que aspirar a la Presidencia de la República” porque sería “sano para la democracia”.
La parlamentaria Kattya González, que de ella se trata, pudo contribuir para que una dama llegue a la primera magistratura en el 2008, pero prefirió apoyar a un hombre. Optó por votar en contra de un partido por encima de la capacidad de la candidata. Ese es el primer prejuicio a derrotar. Blanca Ovelar es una intelectual que superó los límites de la universidad para armar su propia visión sobre las cuestiones trascendentales de nuestro país. Sus exposiciones, a diferencia de otras, no se agotan en dos o tres frases de ocasión anotadas en la palma de su mano. No apela al escándalo ni a las frivolidades, es por eso, quizás, que tiene poca repercusión mediática. Desarticula cualquier argumento con sobriedad y solvencia intelectual –sin necesidad de estridencias– con la misma celeridad con que arma su razonamiento en contrario. Me tocó trabajar a su lado durante su campaña proselitista. Me consta que varias mujeres, que no eran de su partido, contribuyeron con ella para estructurar los ejes de su programa de gobierno. Era el resultado del respeto que se había ganado en el mundo académico. Pero no pudo ser. El problema principal surgió dentro de la misma Asociación Nacional Republicana. La soberbia contaminante de algunos y la traición explosiva de otros provocaron la derrota.
El segundo mito, ya desterrado, es el del voto corporativo. Desterrado en la práctica justamente en el año 2008. Un espejito que solo compra el que quiere. Días atrás, dirigentes de las coordinadoras de funcionarios públicos colorados prometieron entre un millón y un millón doscientos mil votos a uno de los precandidatos a la Presidencia de la República. Casualmente estos “dirigentes” reincidentemente están apoyando al oficialismo, en busca de ventajas económicas para ellos mismos y sus círculos inmediatos, mientras el rebaño toma el camino que más le convence o más le conviene. Así transcurrió, escuetamente, esta semana. Mientras algunas confiesan infidelidades que ya fueron perdonadas, otros prometen una fidelidad que no puede ser garantizada. Esta, y no otra, es la política que nos toca sufrir. Claro, con esporádicos aires de frescura que abonan la regla de las excepciones. Buen provecho.