- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Salvo “los dioses y las fieras”, nadie escapa de las influencias expansivas, y cada vez más dominantes, de la política. Por eso hay que tratar de entenderla. Asimilarla en su esencia. Porque afecta nuestra cotidianidad. Debemos conocerla en sus códigos internos, sus enunciados éticos y sus comportamientos históricos. Ignorarla nos convierte en potenciales víctimas de los miles que están contaminados de su mala praxis. Los que se revisten con la coraza del autoengaño, aduciendo que no les interesa porque no les “da de comer”, son los clientes más rentables para aquellos dirigentes que la utilizan –a la política– como vía para enriquecerse con la velocidad de un tren japonés. Porque no cuestionan, no participan ni votan. Solo invierten en un banco donde no son accionistas. David Runciman (2014) refuerza la idea: “Eludir la política incrementa las probabilidades de que esta acabe tragándonos sin previo aviso”.
La ilusión de aislarse de la política es un autoengaño. Ya lo dijimos. Desde los antiguos griegos hasta nuestra época los más notables pensadores la consideran como una dimensión constitutiva del ser humano. Por esta razón, el catedrático e investigador argentino, Carlos Alberto Floria, sostiene con acertado criterio que “no puedo proponerme no tener comportamiento político o ser apolítico, porque de alguna manera esa es una posición política”.
Si ya existe un principio de involucramiento, aunque más no sea como el simple receptor de un mensaje al que no le da retorno, lo sanamente aconsejable sería que lo haga con la conciencia y la determinación requeridas para abrir nuevas salidas en ese laberinto donde puede extraviarse su presente y poner en riesgo su futuro. Hay que sacudirse del hollín que ensombrece el horizonte de las buenas nuevas. Ese movimiento brusco de las espaldas puede ser la única alternativa para la renovación positiva de esta nuestra política que está ingresando en su punto más crítico de decadencia.
La pasión de hacer el bien hace rato había retrocedido ante la obsesión por el poder proveedor de riquezas. Algunos con más habilidades que otros. Es, también, la soñada ascensión social que se consigue por el atajo de los cargos. En 1915, Eligio Ayala ya los definía con la agudeza de su ácido ingenio: “La única aristocracia paraguaya es la aristocracia de los altos funcionarios públicos (…). El más torpe de los estudiantes injertado en un Ministerio por la gracia de un motín cuartelero, eclipsa a su maestro, su protector, su amigo”.
La acción política ya no es ni sombra de como la definiera aquel hombre que enseñaba con el testimonio de su propia conducta, el republicano Juan León Mallorquín. “En política, decía, la línea recta no es la distancia más corta entre el punto de partida y el punto de llegada. Es el camino de la gloria sembrado de espinas, reservado solo a pocos, que se vence a fuerza de abnegación y perseverancia”. La exhortación de Mallorquín estaba impulsada por su deseo de mejorar la condición moral de algunos dirigentes de su partido, el Nacional Republicano, y que se apresuraban para alcanzar la meta de los cargos internos sin estar consagrados al mérito, la virtud y el carácter.
Las asociaciones políticas tradicionales del Paraguay han perdido su rumbo ideológico y ético. Y las nuevas nacieron con un eclecticismo programático que se dispersa en el discurso y en la práctica. Es decir, sin una identidad definida porque en sus filas tropiezan entre sí personajes con diferentes perspectivas doctrinarias. La política degradada desde la corrupción, la mediocridad y el servilismo ha golpeado el ánimo de varias generaciones, que no solamente no se involucran, sino que representan el elevado porcentaje de ausentismo en las elecciones.
La decepción lleva al grave error de la apatía. Y la indiferencia del simple observador no transforma ninguna sociedad. Ni siquiera su propio e inmediato entorno. Ajustada, como nunca, a esta realidad la repetida frase del político, filósofo y escritor irlandés, Edmund Burke: “Para que el mal triunfe, solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada”. Y ya que estamos abundando en citas, hagamos un exceso. En su famosa conferencia a los obreros, del 31 de diciembre de 1916, el doctor Ignacio A.
Pane les incitaba a “meterse en política” porque “no meterse en política es la política de la peor especie”. Y añadía: “Claro está que si entendemos por política la conspiración o la revolución permanente, la mala administración crónica, la violencia, el abuso, el despilfarro, el latrocinio como normas de gobierno, el oposicionismo convertido en chantaje y tantos otros males que han llovido sobre el Paraguay, habría que huir de la política como de la peste”. Pero en la concepción de Pane esa “no es la política, sino la mala política”.
Algunos años después, específicamente en 1921, el doctor Pedro Pablo Peña redobla la apuesta de Pane: “Queremos hacer de la política, según la honrada expresión del presidente Wilson (Woodrow), algo del que pueda ocuparse sin repugnancia cualquier ciudadano decente y digno”. En tiempos de incertidumbre y decadencia una mirada al pasado puede ser refrescante. Este hilo de citas puede ser tan provechoso como aquel utilizado en la mitología griega y en las novelas para escapar del laberinto en el que hoy estamos perdidos. Buen provecho.