Durante los próximos cinco domingos estaremos leyendo y meditando sobre el capítulo sexto del evangelio de san Juan, que es un bellísimo discurso sobre la Eucaristía. Hoy lo empezamos.

Esta enseñanza, Jesús la inicia con la multiplicación de los panes. Jesús parte de una sencilla experiencia: la necesidad de comer, para llevarnos a comprender grandes misterios de la presencia de Dios en nuestro medio y de su interés por nosotros. En el pan multiplicado que sacia el hambre del cuerpo, Jesús quiere hablarnos de otro tipo de hambre, que también nos mutila y mata: el hambre de Dios.

Jesús tenía delante de sí una muchedumbre de hambrientos, en los dos sentidos: de pan y de Dios. Los discípulos no saben qué hacer. Al estilo de Dios, Jesús les provoca: “¿dónde podremos conseguir pan para que coman?”. Las respuestas fueron diferentes. De unos el silencio, como diciendo: “dejemos como está, para ver cómo queda”. De otros la incredulidad: “es imposible dar de comer a tanta gente”. Y de otros, el pesimismo: “tenemos un poquito, pero delante de toda esta gente, mejor ni tocar”.

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Nosotros también tenemos estas mismas reacciones delante de los desafíos que la vida nos presenta. Muchas veces cerramos los ojos, hacemos de cuenta que no vimos nada, nos lavamos las manos, y tan solo esperamos que las cosas caminen por sí solas. Otras veces hasta llegamos a reconocer la grandeza del problema, tratamos de hacer estadísticas, probabilidades, pero el solo hecho de conocer el problema ya nos paraliza, nos hace sentir completamente impotentes y pensamos que no se puede hacer nada (como Felipe en este evangelio). Y otras veces, hasta queremos actuar, tenemos una solución, pero que es pequeña, nos asustamos y ya no sabemos qué hacer, si vale o no la pena hacer lo que podemos, aunque eso sea muy poco.

Sinceramente, cada vez que leo este texto crece más y más mi admiración por este muchacho que, delante de una muchedumbre, coloca a disposición lo poco que tenía: cinco panes y dos pescados. Podríamos llamarlo de muchos modos: de ingenuo, si piensa que puede resolver el problema con su miseria: o de tonto, pues en vez de pensar en sí mismo y guardar lo suyo, va a perder lo poco que tenía, pero pienso que el mejor es reconocerlo como generoso y noble: puso a disposición todo lo que tenía, aun siendo insignificante. Con su gesto este muchacho dio a Dios la posibilidad de hacer el milagro de la multiplicación. Y esto es muy grande, pues el milagro no fue de la creación de pan de la nada para toda la gente, pero sí milagro de la multiplicación, y para multiplicar es necesario tener algo. Esto significa que, sin este muchacho generoso, Dios no habría hecho nada.

Tal vez aquí se encuentre uno de nuestros errores más grandes. Queremos, rezamos, hacemos promesas... para que Dios dé solución a todos nuestros problemas, pero queremos que él empiece de la nada, no ponemos nuestros “cinco panes y dos pescados”, no damos a Dios la condición del milagro.

Es inútil pensar que Dios puede hacer todo solito –aunque de hecho lo puede–, pero creo profundamente que él no quiere, y no actúa si nosotros no empezamos.

Tantas veces ya escuche personas que decían: de qué sirve un plato de comida si los pobres son tantos, adoptar un niño si son millares los abandonados, comprar la medicina a un enfermo si existe un ejército de dolientes, visitar la cárcel si los criminales son irrecuperables, dar un buen consejo si en la tele tienen tantos malos ejemplos, ser honesto si todos quieren sacar provecho, ser fiel si lo más importante es el placer, ser un amigo verdadero si lo que cuenta es crecer aunque sea pasando por encima de los demás...

“Hay un muchacho con cinco panes y dos pescados, pero ¿qué es esto para tanta gente?”.

Bienaventurado, tú, muchacho, que pusiste tus cinco panes y dos pescados a la disposición de Dios.

Bienaventurado también tú, si delante de los desafíos que te presenta la vida eres capaz de no intimidarte y con generosidad colocas lo que tienes y haces lo que puedes, pues estoy seguro de que Dios lo multiplicará.

El Señor te bendiga y te guarde,

el Señor haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.

El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ

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