La acción política se desliza sobre el discurso –la conceptualización del hacer que precede al hacer– en la afirmación de Sartori. Principalmente, sobre aquel que adquiere tonalidades emotivas hasta convertirse en un discurso ideológico-pasional (del mismo autor) y que está categorizado como “común u ordinario”. Porque, más allá de las cualidades estéticas, lo esencial es que consiga conectarse con el destinatario. Y, en la línea de la escuela clásica, remata: “Cuando estamos en medio de la pelea no se trata tanto de persuadir como de ‘conmover’ para la acción (…) ni tanto razonar como ‘apasionar’”. Y aunque ocupa el último escalafón entre las nutrientes de ese discurso en particular, después de la filosofía política y la ciencia o conocimiento empírico sobre la política, es el lenguaje que nos aproxima unos a otros y el que impulsa las movilizaciones políticas.
Pero, de manera alguna, debe entenderse como un menosprecio hacia el discurso fundado en la razón, cuya adquisición implica un “prolongado adiestramiento y mucha fatiga”. De hecho, cuando analiza el mensaje “ideológico-emotivo” ya evoca el concepto de ideas, especialmente aquellas –a las que sumamos valores– concernientes al orden político y que fueron diseñadas para guiar los comportamientos colectivos. Para ser más precisos, no se trata solamente de subirse al escenario o emitir declaraciones sin las reglas más elementales de la gramática (de casi imposible proscripción en nuestro medio) ni de emitir sonidos sin concatenación alguna entre ellos. El lenguaje llano se hace comprensible para todos, pero no por ello debe estar ausente de contenidos. Aunque sean contenidos que invocan a la pasión más que a la razón, pero sin desentenderse por completo de esta última.
Las primeras nociones de emoción aprendimos en la cátedra de Psicología, en el colegio, y las consideramos válidas por cuanto todo lo que asimilamos en ese estadio solo fue ampliado y profundizado en la universidad. Su definición uniforme es que se trata de un conjunto de respuestas a estímulos significativos. Y utilizábamos como ejemplos, entre otros, el miedo, la alegría, la felicidad, la tristeza, el enojo, la ira, la aversión y el resentimiento. Algunos añaden la culpa, la vergüenza y los celos. Aunque transitorias, son las que nos inducen a la acción. En la política, se las utiliza en una doble vía: por un lado, para conseguir o sostener la identificación hacia una causa, y, por el otro, para provocar rechazo hacia el adversario. Nosotros seguimos anclados en esa confrontación básica, rudimentaria, sin trascender hacia una disputa de ideas, un debate de perfiles ideológicos, con su ineludible carga afectiva. Todo queda absorbido por las “tonalidades emotivas”, desprendiéndose de su componente ideológico.
Los partidos tradicionales están doctrinariamente vaciados. Frase trillada, pero real. Y los nuevos nacieron sin ideología. Sin siquiera un programa mínimo. Desde las élites nadie se preocupa de la formación de los jóvenes, ni de los que militan en sus propias organizaciones políticas. En el pasado, las citas de los grandes hombres se hacían de memoria, sin preocuparse demasiado de sus pensamientos, sin una lectura sistemática de sus obras. Hoy, hasta ese ritual de citas ha desaparecido. Hay una desconexión con las raíces que dieron fundamento y vida a esos partidos. En la lógica de la posmodernidad todo es efímero, inconstante y descartable.
Consecuentemente, con lo antedicho, también el voto es un producto de la emoción. De la simple emoción. En el 2008, un sector del Partido Colorado votó en contra de su propia candidata. Había enojo. No fueron decisiones desapasionadas, sino motivadas por la ira. Reflejo del enfrentamiento verbalmente violento entre dos sectores de la Asociación Nacional Republicana. Esa misma gente, cinco años después, volvió cantando para devolver el triunfo a su partido. Las emociones, nos enseña la sicología, no son duraderas.Desde la otra vereda también se apela al voto emotivo: cualquier candidato será mejor que el candidato colorado. No importa que sea una persona académicamente brillante y de conducta recta. La consigna es que el partido en el que milita es su condena. La izquierda más radical puede votar por el más ortodoxo de los liberales. De ahí nació “ANR nunca más”, aunque hasta hoy ningún dirigente de la oposición organizada se hizo cargo de esa marca. Las propuestas, nuevamente, quedarán prisioneras entre la exaltación de los símbolos y las agresiones que apuntan a ser demoledoras para abrir el camino hacia el éxito electoral.
¿Y el denominado voto pensante? Un complicado dilema tendrán los que se autoproclaman dueños de esta categoría de decisiones. Probablemente, ocurrirá lo de siempre. Ante la ausencia de un referente con el que sintonicen ideológicamente o la imposibilidad cierta de que tenga chances reales de ganar, terminarán optando por el candidato con el que no se identifican, pero que puede triunfar. Por lo que ese voto no será sino otro voto emotivo más. Buen provecho.