Pasillos largos y mal iluminados. Paredes corroídas y vacías. Amigos del momento alentándose entre sí. Dándose fuerzas entre bromas, y silencios. Las esperas en los hospitales siempre son tristes. Largas. Casi eternas. El tiempo parece detenerse en los recuerdos y no avanza. Las voces, los ruidos... el llanto lejano y la espera.
Esa espera que siempre duele.
Las carpas de contingencia son ahora de resistencia.
Todo comenzó con una llamada telefónica. La tía Emi hacía un mes que estaba en el Hospital de Trauma a raíz de un ACV. Se estaba recuperando. O al menos eso parecía. Hoy ya no sé.
Pero volviendo a la llamada, una voz del otro lado del celular me avisaba que la tía había tenido una crisis y, en palabras de mi interlocutor, nadie le hacía caso. Yo había tenido que batallar con caras largas y gente sin paciencia. Claro, la situación convirtió a los hospitales en campos de batalla. El cansancio y el malhumor no son la mejor combinación.
Pero no es nuevo, es algo que venimos arrastrando desde antes de la pandemia. Creo que los servicios de salud por momentos se van deshumanizando. El tratar con muchos pacientes va cambiando con el tiempo la perspectiva de las enfermeras y enfermeros. En algún punto los enfermos se convierten en algo así como objetos. Es mi percepción. No la regla. No en todos los casos. Vi también trabajadoras y trabajadores de blanco con vocación, con amor a su trabajo, convencidos de que la vida es el mayor regalo y hay que protegerla.
Volé al hospital. En medio de la desesperación el médico de urgencias me explicó que la tía había sufrido un paro, y de no conseguir con urgencia una cama de terapia, moriría allí.
Entonces comenzó otra odisea. El desafío más triste, el más desesperante, el que va contrarreloj. Conseguir una terapia dentro de un sistema de salud colapsado por casos de covid y accidentes y casi paralizado por la falta de insumos, es quizás la peor de las torturas.
No se pueden describir los momentos que siguen. Desesperación. Caos. Tristeza. Impotencia. Desesperanza. Un sinfín de sentimientos que te destruyen hasta encontrar de nuevo la cordura.
Fue así que llegamos a un sanatorio cerca de la Terminal de Asunción. Y aquí comienza la historia que quiero contar más allá de mis problemas personales.
Uno de estos días cuando me retiraba del hospital me llamó la atención un grupo de niños y niñas indígenas. Había música muy fuerte y todos, sin importar la edad, tenían en sus manos una bolsita que aspiraban.
Era cola de zapatero, una de las drogas más baratas y adictivas del mercado ilegal.
Niños pequeños en un mundo sucio, corrido por la indiferencia. Y me sentí impotente. Me sentí pequeño ante un drama devastador y cruel. Escondidos y a la vista de todos. Inocentes aspirando su futuro en medio del caótico tráfico de la hora.
¿Dónde están las instituciones que tienen que evitar que estas cosas ocurran? Cerrar los ojos solo nos va cerrando el alma. No es nuevo. Lo venimos denunciando desde hace tiempo en los noticieros. Solo son niños.
Pequeños, adolescentes, jóvenes que deberían estar en la escuela, en los colegios.
Son las 20:30, se repite la misma imagen. Casi todos los días a la misma hora.
La tía sigue grave. Y espero. Aguardo el veredicto del universo, de Dios, de quien quiera que sea que tome la decisión. Alentándome una señora me decía: “Nosotros tomamos el tren. Sabemos el día y la fecha. La parada no es nuestra decisión”.
Quiero que sigamos juntos el viaje. Cierro los ojos, disfruto de los recuerdos… y espero. Esa espera que siempre duele. Pero esa es otra historia.