• Por Mario Ramos-Reyes
  • Filósofo político

La tesis del joven pensador americano Patrick Deneen es curiosa: el liberalismo fracasó, porque ha triunfado. En otras palabras, su triunfo ha sido, paradójicamente, su fracaso. O el fracaso, no solamente de una ideología, sino de la democracia misma. Esta pretensión sonaría a una hipérbole si no fuera, como todo en filosofía, por el significado y contenido de los términos. Y no me refiero simplemente a lo que se entiende como fracaso o éxito sino, y, sobre todo, a lo que se entiende por liberalismo. En cualquier caso, su libro, “Por qué el liberalismo fracasó” (Why liberalism failed), publicado en el 2018, ha estado, desde entonces, en el centro del debate. Dos advertencias, creo, serían importantes: el texto, crítico del liberalismo, no lo hace desde una postura confesional, en cierta manera nostálgica en ciertos sectores eclesiales hacia la década de 1940s y 1950s sobre todo en España y América Latina, con aquello de que el liberalismo es “pecado”. Y la segunda, tampoco esta crítica favorece algún populismo de derecha o marxismo recalentado como reemplazo al liberalismo.

Nada de eso. Deneen, más bien, como cientista político y profesor de la Universidad de Notre Dame, EEUU, ofrece una argumentación desde el riñón mismo del liberalismo diciendo que, como ideología, librada a su propia lógica –cual dios Kronos de la modernidad– devora a sus propios hijos, eliminando la libertad misma, y así se ha tornado insostenible. ¿Cuándo y por qué empezó este proceso? Las raíces estarían –a estar por Deneen– en modernidad misma que fundó la nación: la de Locke, Hobbes. Orígenes que, en gran medida, han detonado en la crisis profunda que hoy al sistema norteamericano. Y por extensión al mundo. ¿Es una crítica legítima? Difícil es dar un análisis breve, debo confesarlo, pero, trataré de compendiar en tres aspectos: los desgarros del liberalismo, la pérdida de libertad y la muerte de la cultura.

LOS DOS DESGARROS: EL ÉXITO DE LA LIBERTAD LIBERAL

En la modernidad no es la afirmación de la libertad en sí lo problemático sino, Deneen parece indicar, una visión autonómica de la libertad. Autonomía como facultad de darse a sí mismo las normas de conducta. El hacer lo que uno quiere. Uno decide por sí y nadie más. Vivir y dejar vivir. Una significación de libertad cercana a la del teórico Murray Rothbard (1926-1995). El liberalismo representa, aparentemente, como la ideología que entronizó esa libertad. Igualmente, la libertad de autonomía avanzó, progresivamente, y originó el primer desgarro: la ruptura con la naturaleza material, biológica. La ciencia y la tecnología, o la economía, se creyeron, en ese contexto, que podrían y tenían el derecho de controlarla, usarla, rechazando cualquier obligación de bien común. Es el mundo del liberalismo conservador libertario. Ese desgarro ha generado consecuencias inesperadas: depredación del ecosistema y migraciones incontenibles, entre otras cosas.

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Al mismo tiempo, ese uso de la libertad autonómica, ha llevado a un segundo desgarro: la ruptura con la ley moral de la naturaleza humana. Así, esa libertad ha operado como cocreadora de lo humano, alterando médicamente, por ejemplo, la biología conforme con la identidad sentida por el individuo. Es la “última frontera” que se está cruzando –en expresión de Deneen– de esa libertad, ayudada por la tecnología y la ciencia. Este es el universo del liberalismo progresista libertario. Es aquella idea –me temo– de que la libertad nos hace verdaderos del ex presidente español Zapatero.

Pero, he aquí la ironía: ambos liberalismos son estatistas. Los progresistas aspiran un Estado protector del medioambiente y la manipulación tecnológica, mientras claman por una libertad absoluta para eliminación de diferenciación natural entre hombres y mujeres. Y los conservadores, críticos de esa manipulación humana, se muestran defensores de un Estado que patrocine su libertad absoluta en materia económica y de trabajo. Y así, el liberalismo, cabalgando exitoso, es un poco todo en todos.

LA PÉRDIDA DE LIBERTAD: EL FRACASO

Como vemos, los extremos liberales se tocan la cola, llevando, paradójicamente, a una pérdida de la libertad misma. A un estatismo que camufla la libertad. ¿Cómo es eso? La semilla de todo eso estaría –se debe recordar– en la tradición lockeana y hobbesiana, donde los individuos no son considerados naturalmente sociales o políticos. Ni criaturas relacionales. Son independientes, egoístas, y donde la sociabilidad se logra, exclusivamente, a través de una voluntad contractual. Impuesta desde el Estado. Es este quien hace posible la concordia de las libertades, de comercio, de ciencia, del uso de recursos naturales, religiosa. El estado de “naturaleza”, más optimista en Locke, pesimista en Hobbes, genera la fundación, vía contrato, de un Estado que regle y limite la libertad. Pero, al mismo tiempo, ambos, Locke y Hobbes, muestran el rechazo de cualquier límite a la libertad autónoma, cuyo objetivo final sería dar el gusto a los apetitos.

Así, ambas expresiones del liberalismo terminan en lo mismo: con un Estado como la máquina protectora del individualismo y como tal, la fuente de expansión del poder. El liberalismo y estatismo estarían, de esta manera, enhebrados. ¿Queda algo, digamos, social, en el medio? Muy poco. Apenas una apelación retórica. La misión del liberalismo es la liberación del individuo de ataduras, eliminando toda identificación con tradiciones, cultura, costumbres, comunidades o naciones. Libre de todo y todos. Sin patria. El individuo global. Cualquier realidad no elegida –sea color de piel, grupo étnico o nación– debe ser descartada pues sería incompatible con el progreso de la libertad. Deneen se hace eco de las palabras de Alexander Solzhenitsin en Harvard, 1978: la crisis de Occidente es el resultado –decía el Nobel ruso entonces– de una cultura legalista-estatista que persigue una libertad individual, desnuda de valores, como fin. Y así, el éxito de la expansión de la libertad, sin límites, es su fracaso.

LA MUERTE DE LA CULTURA

Pero veamos algo más, sobre todo cómo la expansión victoriosa de libertad, se devora a sí misma. Regímenes liberal-democráticos que se deslizan poco a poco hacia un totalitarismo-blando, y no tan blando, donde el sistema educativo, por ejemplo, liderado por universidades de élite pulverizan las normas morales de instituciones básicas, sea la familia o la idea de la persona, controlando, compulsivamente, el lenguaje académico. El derecho de free speech –libertad de expresión, de palabra– deviene en una ilusión controlada por los nuevos comisarios de la corrección política. Y donde programas de estudio, que pretenden ser libertarios, inclusivos de la diversidad, burlonamente, cancelan autores. O, bien, la libertad de lo sexual es absoluta, lo cual, a primera vista parecería razonable, pero, la misma, es impuesta coercitivamente a los demás dentro de la normalización de un discurso único, hegemónico, donde los heréticos “moralistas” no tienen cabida.

Llegados hasta aquí, ya ni resulta relevante hablar de un liberalismo conservador u otro progresista. Para el caso, da lo mismo. La libertad –y la democracia– misma está en riesgo. Es la mentira noble de una nueva aristocracia –afirma Deneen, haciéndose eco de Platón– de la élite liberal, la de un régimen que, con su éxito, está generando el rebrote de populismos, esparciendo fragmentación política, violencia irracional, y ausencia de compromiso cívico. En una palabra, la muerte de la cultura, la degradación de lo que constituye ciudadanía. Su éxito devino en fracaso. El lector se preguntará a este punto; ¿hay alguna salida? Nada se dice de volver a un mundo anterior pues, Deneen reconoce, también el liberalismo tiene sus logros. Pero sí se propone –lucidamente creo– la necesidad de recuperar cierta memoria política, la de Aristóteles, por ejemplo. ¿Pero es eso posible, acaso? Y, sobre todo, ¿cómo sería, si es factible, ese mundo posliberal? Preguntas que quedan, en gran medida, abiertas.

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